Gira Biden. Y gira también Maduro

El régimen venezolano está convencido de que sólo si mejoran las condiciones económicas con el impulso de inversores extranjeros pueden abrir el calendario electoral para una competencia leal por el poder

El presidente ruso Vladimir Putin saluda al mandatario venezolano, Nicolás Maduro, durante un encuentro en Moscú, en septiembre de 2019.POOL (REUTERS)

Con su decisión de invadir Ucrania, Vladimir Putin alteró las relaciones internacionales aun en regiones muy lejanas al conflicto. Una de esas mutaciones se produjo en Venezuela. Inquieto por la escasez de hidrocarburos derivada del bloqueo a Rusia, el Gobierno de Joe Biden corrió hacia Caracas en busca de petróleo. Esa decisión só...

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Con su decisión de invadir Ucrania, Vladimir Putin alteró las relaciones internacionales aun en regiones muy lejanas al conflicto. Una de esas mutaciones se produjo en Venezuela. Inquieto por la escasez de hidrocarburos derivada del bloqueo a Rusia, el Gobierno de Joe Biden corrió hacia Caracas en busca de petróleo. Esa decisión sólo en apariencia se circunscribe a lo comercial. Si se observa bien el panorama, está inscripta en un proceso lento e incierto de cambio que envuelve varias dimensiones de la vida pública venezolana. Lo que parece un giro de Biden hace juego con un lento giro del dictador Nicolás Maduro.

El 8 de marzo, la opinión pública se enteró por The New York Times de que una pequeña comitiva de funcionarios de los Estados Unidos, encabezados por Juan González, el responsable de las relaciones con América Latina del Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, había estado en Caracas el día anterior. Esos colaboradores de Biden se entrevistaron con Maduro, quien les atendió durante un intervalo de un congreso del chavismo en el que participaban también el ecuatoriano Rafael Correa y el boliviano Evo Morales.

Jen Psaki, la portavoz de la Casa Blanca, informó que el encuentro se centró en tratar el problema de la “seguridad energética”. Un eufemismo para decir que se estudia levantar el embargo a los hidrocarburos venezolanos. No fue la explicación más feliz. Por suerte, a las pocas horas del encuentro, la dictadura liberó a dos presos estadounidenses que habían sufrido una detención arbitraria desde febrero del año pasado. En el equipo de viajeros iba también Roger Carstens, que tiene a cargo gestionar la excarcelación de rehenes alrededor del mundo. El debate ingresó en otro andarivel escandaloso: ¿Washington negociaba derechos humanos por petróleo? González debió bajar a la arena mediática y aclarar que la diplomacia está hecha para hablar con quienes piensan distinto, como lo ha demostrado Biden al comunicarse con Putin.

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Sigue habiendo un inconveniente: Maduro no es sólo alguien que piensa distinto. Es, según la posición oficial del Gobierno de los Estados Unidos, un político que usurpó la presidencia. Para Washington, el verdadero jefe del Estado venezolano sigue siendo Juan Guaidó.

Es obvio que este escollo institucional se convirtió en un detalle para una administración desesperada por conseguir petróleo donde sea. Los estadounidenses están fastidiados por el aumento del precio de la gasolina y ese estado de ánimo promete impactar en las elecciones legislativas de este año. París bien vale una misa. Sobre todo por otra novedad: está cada vez más claro que los demócratas perderán nuevamente Florida, donde este año se eligen senadores. La esperanza de triunfar en ese Estado había sido hasta ahora un factor inhibitorio para cualquier acercamiento de Biden a Cuba o Venezuela.

Aun así, la visita de González y sus acompañantes a Caracas levantó una polvareda. Líderes parlamentarios identificados con la agenda latinoamericana pusieron el grito en el cielo. Lo hizo el republicano Marco Rubio, senador por Florida, quien afirmó que la reunión con “el narco dictador Maduro fue una bofetada para Guaidó”, a quien los peregrinos de Caracas no pudieron o no quisieron ver. También se enfureció Bob Menéndez, que es senador demócrata por Nueva Jersey, y encabeza nada menos que la comisión de Relaciones Exteriores del Senado. Menéndez es hijo de cubanos que se exiliaron a Estados Unidos en 1953, escapando del Gobierno de Fulgencio Batista, no de Fidel Castro. A pesar de ser una figura clave del oficialismo en el Congreso, nadie le avisó de la visita de funcionarios a Caracas.

Alrededor del acercamiento se formularon opiniones de más amplio alcance. Consultado por el Interamerican Dialogue, el exencargado de relaciones internacionales de PDVSA Asier Achutegui, dijo que tratar de debilitar el vínculo del chavismo con Putin es imposible, porque fue la política de los Estados Unidos, en especial la de Donald Trump, la que, aislando a Venezuela, la arrojó a los brazos de Rusia. Vanessa Neumann fue más allá: dada la profundidad del compromiso entre Maduro y Putin, se preguntó si la reposición de relaciones comerciales con PDVSA no terminará, por esa vía indirecta, solventando la maquinaria bélica de los rusos.

González, sin embargo, advirtió que las cosas no son como parecen. Dijo que su visita se inscribió en un plan de más larga duración, originado hace tiempo. La estrategia consistiría en aflojar las sanciones contra el régimen, siempre y cuando Maduro exhibiera reformas concretas y, sobre todo, avanzara en las negociaciones con sus opositores hasta llegar a una salida electoral.

Por el lado de los Estados Unidos, las decisiones parecen bastante adelantadas. Por ejemplo, de un momento a otro Chevron volvería a operar en Venezuela. Esa compañía, que es una de las grandes petroleras norteamericanas, convivió durante años con Hugo Chávez. El responsable de sus actividades en América Latina era en aquel entonces Ali Moshiri, un iraní para el que el pragmatismo carece de secretos, que no se privaba de hacer negocios con administraciones populistas. Así como negoció con Chávez, también firmó contratos en la Argentina bajo el Gobierno de Cristina Kirchner. Más aún: celebró acuerdos con YPF cuando esta empresa acababa de ser estatizada y era vista por la industria de los hidrocarburos como una compañía poco menos que robada a sus legítimos dueños, los españoles de Repsol.

Maduro hace lo suyo para merecer un reencuentro con los inversores de gran escala. Por ejemplo, continúa reintegrando a sus propietarios los hoteles, fincas y fábricas expropiadas, en especial durante los gobiernos de Chávez. El último ejemplo fue la devolución del Centro Comercial Sambil La Candelaria, que se había convertido en un refugio de indigentes en el centro de Caracas. Mientras regulariza esas situaciones, la tesorería venezolana sigue recibiendo, como si fueran cañonazos, los fallos adversos del tribunal arbitral del Banco Mundial, el Ciadi. La última condena sucedió la semana pasada. Suma un monto de 1.640 millones de dólares y benefició al grupo español Agroinsumos Iberoamericanos, que había invertido en varias sociedades venezolanas confiscadas por Chávez. Dijo mucho Maduro cuando afirmó, hace quince días: “A Chávez hubo que llorarlo, pero no hay que llorarlo más”.

Esta tímida reorientación de la dictadura coincide con un movimiento institucional: la renovación del Tribunal Supremo de Justicia. Es una iniciativa de Maduro, dedicada a varios públicos. Uno es el propio chavismo, donde la composición del nuevo tribunal ha desatado una guerra dura y sorda. Otro es el universo de las organizaciones de la sociedad civil que luchan por un mínimo de calidad institucional. El Gobierno negocia con líderes de esas organizaciones los nombres de los nuevos integrantes. El tercer destinatario de la reforma es el Tribunal de La Haya: Maduro está empeñado en demostrar que Venezuela puede contar con un sistema de Justicia confiable, que le permita evitar el sometimiento a tribunales internacionales. Es una apuesta audaz, pensada para instaurar un régimen de justicia transicional, como la que se pensó en Colombia para juzgar los crímenes de la guerrilla.

El gran interrogante que se abre alrededor de este curso de acción, sobre todo en Estados Unidos, es si la dictadura de Maduro es acreedora a un progresivo levantamiento de sanciones, cuando todavía no se observa el más mínimo avance hacia el pluralismo y la cultura democrática. Los jerarcas del régimen invierten la ecuación: están convencidos de que sólo si mejoran las condiciones económicas con el impulso de inversores extranjeros, del estilo de Chevron, pueden abrir el calendario electoral para una competencia leal por el poder.

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