Vladímir Putin y los crímenes contra la paz
Se hace necesaria la creación de un tribunal internacional que persiga la agresión a Ucrania. La impunidad de los crímenes es una invitación a su repetición
Al acceder a su independencia en 1991, Ucrania heredó un Estado corrupto e ineficiente. Su verdadera identidad nacional se forjó en la revolución por la dignidad de 2014, cuando los ucranios se desembarazaron de Viktor Yanukóvich, un satélite de Moscú que había reprimido con saña a los manifestantes del Maidán. Rusia reaccionó entonces apoderándose de Crimea e iniciando el conflicto armado de Donbás. La invasión comenzada el pasado 24 de febrero supone la cu...
Al acceder a su independencia en 1991, Ucrania heredó un Estado corrupto e ineficiente. Su verdadera identidad nacional se forjó en la revolución por la dignidad de 2014, cuando los ucranios se desembarazaron de Viktor Yanukóvich, un satélite de Moscú que había reprimido con saña a los manifestantes del Maidán. Rusia reaccionó entonces apoderándose de Crimea e iniciando el conflicto armado de Donbás. La invasión comenzada el pasado 24 de febrero supone la culminación de un proceso que tiene como objetivo final someter a su control un territorio que los rusos consideran suyo.
Con un aparato de seguridad y justicia obsoleto, controlado en su mayoría por partidarios del régimen anterior, el Gobierno ucranio aceptó la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional, dándole competencia mediante dos declaraciones, en 2014 y 2015, para perseguir los crímenes internacionales cometidos en su territorio. Además, 41 Estados miembros —España entre ellos— han presentado recientemente una denuncia ante la Fiscalía, que ya ha anunciado la apertura de una investigación.
No investigará todos los crímenes, sin embargo. El Tribunal tiene competencia para perseguir crímenes de guerra y contra la humanidad —no se contempla el genocidio, de momento—. Los crímenes de guerra se definen como violaciones graves de los Convenios de Ginebra, construidos sobre el principio de distinción: en la guerra hay objetivos legítimos —los combatientes enemigos— y personas protegidas —población civil, personal sanitario, periodistas, prisioneros—. El ataque deliberado e innecesario contra personas protegidas constituye un crimen de guerra. Si los ataques se cometen en ejecución de un plan o política generalizados o sistemáticos contra la población civil, se consideran crímenes contra la humanidad. Por lo que sabemos, se están cometiendo unos y otros.
El Estatuto de Roma no reconoce inmunidad a nadie, ni siquiera a los jefes de Estado. No es descartable que Vladímir Putin sea procesado, pero es improbable que sea enjuiciado, porque Rusia nunca lo entregará y no pueden celebrarse juicios en rebeldía. Sí podríamos asistir al juicio de responsables de los crímenes que sean capturados en Ucrania o en algún Estado parte, que posiblemente lo entregarán al Tribunal.
Hay otro crimen internacional, el más grave de todos, que paradójicamente no puede ser perseguido, el de agresión: el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro. La Carta de Naciones Unidas solo permite el uso de la fuerza cuando lo autorice el Consejo de Seguridad o en caso de legítima defensa, para responder cuando se ha sido atacado. También se reconoce la defensa anticipada ante un ataque inminente que aún no se haya producido. Es lo que conocemos como guerra preventiva: el uso de la fuerza es legítimo en casos de necesidad inmediata e inevitable.
La guerra preventiva fue invocada por Estados Unidos en 2003 ante el Consejo de Seguridad para que autorizara la invasión de Irak, asegurando que Sadam Husein disponía de armas de destrucción masiva, añadiendo el Reino Unido que Sadam tenía misiles que podían alcanzar Londres en 45 minutos. La autorización fue denegada.
Fue también el argumento del mariscal Keitel y el general Jodl en Nüremberg para defenderse de la acusación de agresión por invadir Noruega en 1940. Alegaron que el Reino Unido pretendía ocupar igualmente el país escandinavo para atacarles desde allí. El tribunal rechazó la alegación declarando probado que los alemanes desconocían los planes británicos, y que su propósito al invadir Noruega no había sido defensivo. Fueron condenados a muerte.
El presidente Putin está construyendo su estrategia con argumentos de guerra preventiva, justificando su agresión con las supuestas intenciones genocidas y las armas bacteriológicas que tendría Ucrania. No lo ha acreditado, y por eso el Tribunal Internacional de Justicia acaba de requerir a la Federación Rusa para que suspenda inmediatamente sus operaciones militares.
No es la primera vez que Putin hace uso de la fuerza menospreciando los mecanismos políticos y diplomáticos de solución pacífica de los conflictos. Desató la segunda guerra de Chechenia destruyendo Grozni y causando miles de víctimas civiles. Favoreció después la guerra de secesión de las regiones rusas de Georgia. Ha sostenido el régimen genocida de Bachar el Asad en Siria. Y ahora está atacando a Ucrania después de anexionarse Crimea y propiciar el conflicto de Donetsk y Lugansk.
La integración de Ucrania en la OTAN es indiscutiblemente una preocupación legítima de Rusia, pero no justifica el uso de la fuerza. Un Estado no puede sentirse legitimado para atacar militarmente a otro cada vez que tiene con él una controversia, porque de esa manera socava el orden global establecido en la Carta de las Naciones Unidas. La agresión a Ucrania es una agresión contra todos. Es por eso que el jurista Philippe Sands ha propuesto la creación de un tribunal internacional que persiga la agresión a Ucrania. Estoy de acuerdo: la impunidad de los crímenes es una invitación a su repetición. Si la comunidad internacional no responde a esta agresión, ¿cuándo y dónde se cometerá la siguiente?