‘Licorice pizza’

Cada vez me gustan más las cosas imperfectas o, mejor, que se salen de la norma. Será el agotamiento ante tantas pantallas de teléfonos móviles parecidas a piscinas ‘infinity’, ante tantas pieles lisas

Bradley Cooper, Cooper Hoffman y Alana Haim, en 'Licorice Pizza'

Cada vez me gustan más las cosas imperfectas o, mejor, que se salen de la norma. El diente encimado de Kirsten Dunst; el cuerpo plano de Timothée Chalamet; las encías raras de Olivia Colman; la introducción de términos rufianes ―“piringundín”― en narraciones de lenguaje pulcro. Será el agotamiento ante tantas pantallas de teléfonos móviles parecidas a piscinas infinity, ante tantas pieles lisas. Por eso me gustó enormemente ...

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Cada vez me gustan más las cosas imperfectas o, mejor, que se salen de la norma. El diente encimado de Kirsten Dunst; el cuerpo plano de Timothée Chalamet; las encías raras de Olivia Colman; la introducción de términos rufianes ―“piringundín”― en narraciones de lenguaje pulcro. Será el agotamiento ante tantas pantallas de teléfonos móviles parecidas a piscinas infinity, ante tantas pieles lisas. Por eso me gustó enormemente Licorice Pizza, la película de Paul T. Anderson (no ganó ningún Oscar), que abre sus arcas de imperfección y las derrama como un cielo hecho de sal y de luz. La historia ―chico de 16 conoce chica de veintipocos en los años setenta, en California― avanza con una energía enloquecida dando saltos en el tiempo y es, a la vez, un culebrón, un relato iniciático y un cuento sobre la industria del cine, con actuaciones en distintos registros ―naturalidad, impostación―, actores profesionales ―Sean Penn, Bradley Cooper― y operaprimistas ―Cooper Hoffman, Alana Haim―, todo enhebrado con material inflamable: desconexión (pasa de una cosa a otra como si desenganchara el vagón de un tren para engancharlo en otro) e inverosimilitud. Hay emprendimientos salidos de la nada ―¿de dónde sacan dinero esos chicos para montar empresas?―, hay una escena gloriosa en la que Haim conduce de manera absurda e impracticable un camión sin gasolina. Anderson, que venía de hacer El hilo invisible, majestuosa y controladísima, aplica aquí un estilo que es el triunfo del porque sí: podría ser más prolijo, pero así lo dejo. En Autorretrato en el estudio, Giorgio Agamben escribe: “Por impaciencia se escribe, por impaciencia se deja de escribir (…) La paciencia es tal vez una virtud, pero solo la impaciencia es santa (…). El estilo, como la ascesis, es el fruto de una impaciencia frenada”. La imperfección, la desprolijidad, la impaciencia: el lado B ―el lado santo― de virtudes higiénicas a las que solemos venerar.

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