Ciencia en guerra

Los investigadores occidentales cortan lazos con sus colaboradores rusos. Es un mal asunto para ambas partes

Campus del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), en Cambridge (EE UU).Charles Krupa (AP)

Bajo los estratos de muerte y destrucción que parecen concebidos por la mente de un psicópata, y acaso lo estén, en medio de todo ese sufrimiento gratuito y de tanta bomba estúpida, hablar de ciencia parece una frivolidad, lo admito espontáneamente. Pero la ciencia es un buen indicador del grado de desarrollo de un país, y lo será también del nivel de destrucción de su tejido intelectual, tecnológico e industrial. Y la ciencia, desde luego, no es ajena al co...

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Bajo los estratos de muerte y destrucción que parecen concebidos por la mente de un psicópata, y acaso lo estén, en medio de todo ese sufrimiento gratuito y de tanta bomba estúpida, hablar de ciencia parece una frivolidad, lo admito espontáneamente. Pero la ciencia es un buen indicador del grado de desarrollo de un país, y lo será también del nivel de destrucción de su tejido intelectual, tecnológico e industrial. Y la ciencia, desde luego, no es ajena al conflicto. Nada lo es.

El 25 de febrero, mientras los científicos ucranios intentaban salvar sus equipos con la esperanza de llevarse sus proyectos a otra parte, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) rompió su relación de una década con Skoltech, un instituto de ciencia y tecnología fundado en Moscú en 2011 con la cordial ayuda occidental, y conocido como el Silicon Valley ruso. La ruptura con el MIT no afecta a mucha gente, pero es una pésima noticia para el prestigio científico ruso. Y la iniciativa del MIT es cualquier cosa menos un hecho aislado. La Comisión Europea ha suspendido la participación rusa en Horizon Europe, el buque insignia de la ciencia de la UE, y los países miembros están cancelando uno tras otro sus colaboraciones con Moscú. La invasión de Ucrania ha llegado incluso a la Antártida, donde los científicos rusos y occidentales se han divorciado también, y amenaza con extenderse al espacio exterior, un lugar en el que los astronautas rusos y estadounidenses conviven habitualmente en paz y armonía cósmica.

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Tal vez la única buena noticia que está saliendo de esta guerra es que la intoxicación informativa rusa está perdiendo fuelle. No porque las huestes cibernéticas de Putin se hayan cansado de emitir bulos, sino porque los están sembrando sobre un suelo menos fértil. Unos días después de la invasión de Ucrania, YouTube, Facebook y Twitter desmantelaron unas redes coordinadas de cuentas dedicadas en exclusiva a propagar desinformación sobre Ucrania. Usaban el arsenal habitual del intoxicador, como nombres falsos, perfiles sintéticos e identidades robadas, pero todas contenían mensajes similares contra Ucrania. Para los gigantes de Silicon Valley fue fácil descubrir que los mensajes provenían de fuentes centralizadas en Rusia y Bielorrusia. Lo difícil ha sido que las empresas se decidan a cancelar esa máquina de esparcir basura. Es una muestra de lo mucho que se puede hacer contra la desinformación, y de lo poco que se hace normalmente.

Pero nada de esto es el futuro. La destrucción del tejido científico ucranio y la cancelación de los proyectos de colaboración entre investigadores occidentales y rusos son una catástrofe para el avance del conocimiento, y un obstáculo formidable para el único futuro posible, que son unas relaciones internacionales inteligentes y basadas en la cooperación. Al final, cuando el conflicto haya causado cinco millones de desplazados ucranios y quién sabe cuántos muertos, las colaboraciones científicas ruso-occidentales regresarán, y los investigadores ucranios que sigan vivos podrán realojar sus proyectos en algún lugar nuevo. No hay otra salida. El 15º Astrónomo Real del Reino Unido, Martin Rees, calcula que la probabilidad de que colonicemos otro planeta antes de que nos carguemos éste del todo no supera un miserable 50%. Sigamos haciéndonos el ruso y verás dónde acabamos.

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