Una semana de guerra
Debemos reflexionar sobre en qué medida nosotros, aquellos para quienes la lengua rusa forma parte de su identidad, somos responsables de lo que está pasando
Mi padre, Aleksandr Fikhman (1930-1991), nació en la ciudad de Proskúrov (desde 1945, Khmelnitski), situada al oeste de Ucrania. En junio de 1941, en los primeros días de la guerra, abandonó su ciudad natal con sus padres y hermanas mayores y nunca regresó. Los familiares que no lograron huir fueron asesinados en Babi Yar, cerca de Kiev, junto con otros 150.000 judíos. Se dirigieron a Kiev, viajaron en tren durante mucho tiemp...
“¿Qué has hecho? — le dijo Él —. La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito serás de la tierra, que abrió su boca para recibir de mano tuya la sangre de tu hermano. Cuando la labres, te negará sus frutos y andarás por ella fugitivo y errante”. (Génesis 4: 10-12)
Mi padre, Aleksandr Fikhman (1930-1991), nació en la ciudad de Proskúrov (desde 1945, Khmelnitski), situada al oeste de Ucrania. En junio de 1941, en los primeros días de la guerra, abandonó su ciudad natal con sus padres y hermanas mayores y nunca regresó. Los familiares que no lograron huir fueron asesinados en Babi Yar, cerca de Kiev, junto con otros 150.000 judíos. Se dirigieron a Kiev, viajaron en tren durante mucho tiempo, 11 días: desde el aire atacaban a los trenes; las vías férreas bombardeadas se reparaban sobre la marcha. De Kiev mandaron a la familia al interior del país, lejos del frente, hacia el este. Mi padre me contó más de una vez aquel viaje, y en una ocasión mencionó un detalle conmovedor: entre sus cosas llevaba un pequeño volumen de Gotthold Ephraim Lessing, un romántico alemán del siglo XVIII. He olvidado muchas de las historias contadas por mi padre, pero justamente la de este librito de Lessing, un autor que escribía en la lengua del enemigo, no la he olvidado.
Son muchos los que estos días escriben sobre la guerra, y todos piensan y hablan sobre ella. Los sentimientos dominantes son los del odio hacia aquellos, o, mejor dicho, hacia aquel que la ha desencadenado, el comprensible miedo por el futuro y, claro está, la vergüenza, sentimiento que no nos deja desprendernos del eslogan “No en mi nombre”. En los últimos días, se ha añadido el de la admiración por la firmeza del pueblo ucranio y por la entereza de su presidente y de su Ejército. Un Ejército al que en Rusia se suele llamar oficialmente “panda de drogadictos y neonazis” o “destacamentos ucranios”. Hay que señalar que el lenguaje que utiliza el poder ruso delata tanto su carácter profundamente engañoso como su misantropía. Ya se habla de la “solución del problema ucranio”. Incluso a la guerra no se la llama guerra sino “operación especial”. “Se han exterminado 200 neonazis” en lugar de “hemos matado a 200 soldados y oficiales”. ¿Para qué humillar al enemigo si luego se declara que los vivos habitan en un “país hermano”?
Sobre la fraternidad: en la manifestación contra la guerra que se organizó en nuestra pequeña Tarusa —una ciudad diminuta por su tamaño— yo salí con la pancarta: “Caín, ¿dónde está tu hermano Abel?”, porque no hay modo de llamar a esta guerra de otro modo que no sea cainita.
De todos modos, el sentimiento que me domina tanto a mí como a mis amigos es el de “¡hasta qué grado de ignominia hemos llegado!”. Sentimiento que, por cierto, no aparece por vez primera en nuestra historia.
“Nunca se ha hablado de odio hacia los rusos... Aquello no era odio, sino no reconocer a aquellos perros rusos como personas, y era tal la repugnancia, el asco y la incomprensión ante la absurda brutalidad de estos seres, que el deseo de exterminarlos como si fueran ratas, arañas venenosas o lobos era un sentimiento tan natural como el del instinto de conservación”. Esta cita de la novela de León Tolstoi Hadjí Murat pertenece a una época muy lejana; pero, por desgracia, de vez en cuando, el pasado nos retorna al presente.
A menudo juego al ajedrez por internet; para mí esta distracción se ha convertido en una costumbre tan habitual como para otros jugar al solitario o resolver crucigramas. No pocas veces he coincidido con contrincantes ucranios; pero últimamente, al ver estos la bandera rusa, me escriben: “Yo no juego con invasores” o simplemente abandonan la partida. Es una reacción natural y comprensible, pero que nos obliga a reflexionar sobre en qué medida nosotros —aquellos para quienes la lengua rusa forma parte de su identidad— somos responsables de lo que está pasando.
Alekséi Tsevkov, un buen poeta contemporáneo nuestro, nos ofrece esta parábola: “Imagínese que paseando junto a un estanque ve que un niño se ahoga. Usted no sabe nadar, y bien que lo sabe, porque está en la orilla desesperado mientras, ante su mirada, el niño se ahoga. Usted no tiene la culpa; pero si luego, hasta el final de sus días, no tiene remordimientos, es que le han extirpado alguna parte importante de sus entrañas morales”. Palabras acertadas.
Tienen razón sin duda aquellos que consideran la guerra con Ucrania como el principio de la descomposición de Rusia. La pequeña guerra victoriosa ha sido un fracaso. Y a los dirigentes autoritarios no les perdonan las guerras perdidas, pero lo cierto es que la cosa no se limitará a un cambio de dirigente.
La historia de nuestro país llega a su final; creo, sin embargo, que la lengua rusa sobrevivirá, aunque su espacio disminuirá inexorablemente. Y, volviendo al librito de Lessing, con el que he empezado este escrito, me pregunto: ¿el muchacho que hoy huye de Kiev, no hacia el este sino en sentido contrario, se llevará consigo un libro escrito en la lengua del enemigo, como por ejemplo La hija del capitán de Aleksandr Pushkin o el Hadjí Murat citado al principio?
Yo para esta pregunta no tengo una respuesta.