¡No a la guerra!

La firme oposición a la injerencia de Putin en Ucrania constituye hoy la tarea democrática. Dejarle las manos libres es la mejor invitación al conflicto

El exvicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, interviene en un acto de Unidas Podemos en Valladolid, el pasado 22 de enero.Photogenic/Claudia Alba (Europa Press)

Tal como se produjo en un primer momento, el “no a la guerra” era de esperar. La actitud inicialmente adoptada por el componente izquierdista del Gobierno, así como por su renacido fundador, responde a antecedentes conocidos. El europeísmo de Unidas Podemos (UP) estuvo siempre marcado por su desconfianza ante la Unión Europea, la crítica a Estados Unidos, y la ausencia de toda censura dirigida a las dictaduras latinoamericanas (Venezuela, ...

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Tal como se produjo en un primer momento, el “no a la guerra” era de esperar. La actitud inicialmente adoptada por el componente izquierdista del Gobierno, así como por su renacido fundador, responde a antecedentes conocidos. El europeísmo de Unidas Podemos (UP) estuvo siempre marcado por su desconfianza ante la Unión Europea, la crítica a Estados Unidos, y la ausencia de toda censura dirigida a las dictaduras latinoamericanas (Venezuela, Cuba, Nicaragua). Tampoco les había importado lo más mínimo que Rusia se anexionara Crimea por la fuerza, ni que alentase y mantuviese, también por las armas, una guerra de secesión en las repúblicas rusófonas de Ucrania, todo sin hablar nunca de guerra.

En cuanto a deslealtad, culmina un desacuerdo expresado cada vez que la política gubernamental no encajaba en sus esquemas. Fue una puja reiterada de radicalismo y disconformidad pública, salvo cuando se trataba de satanizar a la derecha. Menos mal que ahí estuvo también Yolanda Díaz, para hacer política de otro modo. Y posiblemente también ahora para poner sordina a la protesta de UP, que se ha desvanecido por encanto.

El pacifismo responde a profundas raíces, busca el apoyo de la orientación vigente en la mayoría de los ciudadanos de vivir en democracia y en paz, para rechazar la guerra. En nuestra variante izquierdista está asociado al antiamericanismo, para lo cual el imperialismo de Estados Unidos proporcionó históricamente demasiadas justificaciones. Otro tanto hizo el soviético que, sin embargo, quedó a la sombra del primero, habida cuenta del apoyo estadounidense a la dictadura de Franco.

Las cosas han cambiado. Sin provocar a nadie, Ucrania ha recibido ya desde 2014 suficiente dosis de agresiones rusas, en Crimea y en el Donbás: Nada justifica un nuevo ataque anunciado a bombo y platillo, no solo por los 100.000 hombres puestos desde hace meses junto a la frontera, sino el domingo mismo, en espectáculo visto en la televisión rusa internacional, por la masa de carros de combate camino de Bielorrusia, para completar por el noroeste una eventual invasión. No necesita anunciarla de palabra. Sí habla de “medidas militares y técnicas apropiadas” (sic). Vladímir Putin explica la razón de fondo: Rusia y Ucrania son el mismo pueblo. No admite su independencia y menos su europeísmo.

Si atendemos a las palabras pronunciadas por Pablo Iglesias, y a las de los dirigentes de UP, en su primera reacción, se impone una equidistancia pacifista: ni Rusia, ni EE UU, paz. Exhiben así una ceguera voluntaria al dejar de lado que Ucrania no ha amenazado a Rusia, ni está integrándose en la OTAN, lo cual sería su derecho, de facto descartado en la circunstancia actual. Hay solo un agresor, pues ya es agresión la amenaza militar justificada de modo expreso por Putin y su ministro Serguéi Lavrov, de no ser aceptado su ultimátum, que no admite enmiendas.

Resulta lógico que los pacifistas se manifiesten en defensa de su ideal, exigiendo su cumplimiento por Europa, pero antes debieran hacerlo frente a la Embajada rusa. Nunca lo harán, porque su campo político, desde Podemos y el PCE a Bildu, está ya elegido, así como el blanco de sus condenas.

Cuando el imperialismo americano, de George Bush y Dick Cheney, decidió la invasión de Irak, fue apoyado por intelectuales de renombre, entonces desde el mantra de la democracia. Sirvieron para avalar la gran mentira de que Sadam Husein tenía armas químicas, justificando el disparate. No fue inútil la siembra de confusión sobre la opinión pública, que ahora asumiría el pacifismo prorruso, paradójicamente respaldado por los intereses capitalistas, aquí y ahora. El mal puede encontrarse en una u otra orilla, solo que en esta ocasión la orilla está bien definida. A partir de ahí, carece de sentido la analogía establecida desde el “no a la guerra” entre el ataque criminal de Estados Unidos a Irak y el imaginario en curso de la OTAN a Rusia.

Tales estrategias de manipulación del discurso político tampoco son nuevas. De cara a la opinión, resultó siempre eficaz practicar las inversiones de significado, del tipo de la operada por los nazis con el célebre letrero de Auschwitz (Arbeit macht frei, el trabajo hace libre) o por los comunistas alemanes, quienes acuñaron lo de República Democrática Alemana, que de democrática no tenía nada. La observación concierne de modo directo a los nuevos propósitos hechos públicos por Pablo Iglesias, al apuntar su resurgimiento político, en el marco de la precampaña de Castilla y León, con la condena de la implicación de España (y Europa) en el conflicto del Este.

Aborda el caso de Ucrania desde su habitual recurso a supuestas evidencias, expresadas con rotundidad, mediante la secuencia habitual de tuit-posverdad-consigna: “¡Qué tenemos que ganar al ampliarse la OTAN con Ucrania!”, sentencia, ocultando que en este momento Ucrania, país soberano, no está ingresando en la OTAN y que los objetivos de Putin son imponer su soberanía limitada y el retroceso territorial de la Alianza. Y ocultando también el Ejército ruso acechante en la frontera, sustituido por el espectro de la guerra nuclear. El escenario queda suficientemente deformado, a favor de Putin: el agresor deviene víctima de la amenaza OTAN y, por si faltase algo, todo se envuelve en la descalificación de la ministra de Defensa, aquejada de un “fulgor bélico”, sinsentido que apunta a la homofonía con “furor”. Estamos ante un estilo de propaganda política eficaz, pero que no remite a la izquierda clásica, sino a la técnica patentada por los maestros de la videocracia.

Fue Juan Carlos Monedero quien definió a Pablo Iglesias como leninista amable, si bien para el tema que nos ocupa, su vínculo y el del pacifismo izquierdista con esa tradición, remite al enmascaramiento de la política exterior soviética, que llevó a cabo con éxito el Movimiento por la Paz de los años cincuenta. En él militaron destacados intelectuales, de Le Corbusier y Joliot-Curie a Picasso. La URSS encarnaba la paz, el mundo occidental, con Estados Unidos al frente, la guerra. Todo valía para el campo soviético —ejemplo: invasión de Corea—, cualquier respuesta sería signo de belicosidad imperialista (la cual, por cierto, tampoco era imaginaria).

La picassiana paloma de la paz, emblema de tal pacifismo, cubrió de suciedad su propio nido, de Budapest en 1956 a Afganistán en 1979. Frente a esa deriva, la posibilidad de conversión a la democracia quedó de manifiesto cuando en 1968 Pasionaria y Santiago Carrillo, dirigentes del PCE, denunciaron frontalmente la invasión de Checoslovaquia decidida por la URSS. Es el ejemplo a seguir. En esa misma línea, desde la paz y por la paz, agotando la negociación, la firme oposición a la injerencia de Putin en Ucrania constituye hoy la tarea democrática. Si para rehacer su URSS, sometiendo a Ucrania, Putin lanza uno u otro tipo de intervención, es el único responsable. Dejarle las manos libres, como se hiciera con Hitler en los años treinta, es la mejor invitación a la guerra.


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