Disparar al escritor

No es ilegal despreciar a una autora justo después de nombrarla hija predilecta de su ciudad, pero quien hace algo así se comporta como un zafio, abusa de su posición y deshonra su cargo

José Luis Martínez-Almeida interviene en un pleno del Ayuntamiento de Madrid que decide si se dedica una calle a Almudena Grandes.Cézaro De Luca (Europa Press)

Lo peor de la mezquindad es que se contagia y persiste. Una vez liberada, su pestilencia lo pringa todo. Un gesto mezquino siempre es irreversible: hasta las disculpas y las reparaciones se resienten y no hay forma de volver al punto de partida. Uno se imagina el acto de concesión de hija predilecta de Madrid a Almudena Grandes y lo intuye lleno de tristuras y bilis contenidas. ¿...

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Lo peor de la mezquindad es que se contagia y persiste. Una vez liberada, su pestilencia lo pringa todo. Un gesto mezquino siempre es irreversible: hasta las disculpas y las reparaciones se resienten y no hay forma de volver al punto de partida. Uno se imagina el acto de concesión de hija predilecta de Madrid a Almudena Grandes y lo intuye lleno de tristuras y bilis contenidas. ¿Será capaz el alcalde Almeida de estrechar la mano del poeta viudo y aguantar su mirada mientras le entrega la distinción? ¿Le dirá que pelillos a la mar, que la política es así, que no se tome como algo personal lo que es una afrenta directa y brutalmente personal?

Martínez-Almeida se atreve a chapotear en ese barro porque tiene muchos precedentes. La veda lleva tiempo abierta. En su mismo Ayuntamiento, hace unos meses, el grupo socialista hizo algo parecido con Andrés Trapiello: votó a favor de concederle la medalla de la ciudad y luego dijo que no la merecía, por razones ideológicas análogas a las que esparce el alcalde con Almudena Grandes. El PSOE se disculpó y rectificó, pero la mezquindad se queda en el aire y no hay forma de quitarla.

Los políticos viven en una bronca hiperbólica continua en la que se han borrado todos los límites institucionales. Tan intoxicados están de sus propias miasmas, que han olvidado quiénes son y qué representan, y confunden a la oposición con las voces de la sociedad. Creen que los escritores y los periodistas que les critican son enemigos legítimos a quienes pueden escupir con la misma impunidad con la que escupen a la bancada de enfrente. Lo hacen todos, no hay partido que no tenga señalados a tres o cuatro líderes de opinión contra los que disparar a diario.

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Por supuesto que la libertad de expresión les ampara para atacar las opiniones ajenas, pero esto es una cuestión de modales, y la democracia también consiste en saber estar. No es ilegal despreciar a una autora justo después de nombrarla hija predilecta de su ciudad, como tampoco lo es eructar en una cena, rascarse los genitales en público o carcajearse en un entierro, pero cuando un representante político insulta a un escritor, no solo se comporta como un zafio, sino que abusa de su posición y deshonra su cargo, pues hostiga desde una atalaya de poder a un ciudadano indefenso. Así se comportan los dictadores, los caciques y los tiranos banderas, no el alcalde de la capital de una de las democracias más importantes del mundo.


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