Boric y la deuda de la gente joven
Gabriel Boric podría iniciar el desmantelamiento de ese cadáver de barro que agoniza tendido a lo largo del continente, y que nos tiene desesperadamente en un punto muerto
Conocí a Gabriel Boric en agosto de 2017, una noche del invierno santiaguino. Hablamos entrada la madrugada, cuando apenas quedaba nadie para conversar. Contó algo significativo, una suerte de método de lectura, tal vez un trastorno que para él se traducía en sufrimiento. Agarraba la página del libro por la esquina superior con la pinza del índice y el pulgar, casi como si no quisiera tocar la hoja o como si el texto quemara, y luego, en un punto del recorrido, cambiaba hacia la otra mano, que terminaba de voltear la página. Explicaba con detenimiento y ejecutaba en el aire, queriendo entender...
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Conocí a Gabriel Boric en agosto de 2017, una noche del invierno santiaguino. Hablamos entrada la madrugada, cuando apenas quedaba nadie para conversar. Contó algo significativo, una suerte de método de lectura, tal vez un trastorno que para él se traducía en sufrimiento. Agarraba la página del libro por la esquina superior con la pinza del índice y el pulgar, casi como si no quisiera tocar la hoja o como si el texto quemara, y luego, en un punto del recorrido, cambiaba hacia la otra mano, que terminaba de voltear la página. Explicaba con detenimiento y ejecutaba en el aire, queriendo entender lo que el procedimiento escondía.
Me pareció una imagen que, independientemente, o no, de sus resonancias íntimas, podía cargarse en algún momento de un sentido particular, es decir, que podía entenderse como la representación o el símbolo de algo. Ese momento ha llegado, porque ante la retórica hinchada de la izquierda latinoamericana preferiría tan solo deslizar la idea de que el próximo presidente de Chile tiene la posibilidad de sostener la página de la tradición política a la que pertenece y pasarla con la misma exquisita delicadeza para, por una ocasión, leerla desde el envés.
Esa lectura, la del reverso de la ortodoxia, que podría comenzar ahora desde el poder constituido, es solo posible por la forma en la que previamente ha sido volteada la página. Boric podría cavar la tumba del neoliberalismo en el mismo lugar donde fue plantado por primera vez, y abrir, a un tiempo, la posibilidad largamente esperada de que se establezcan en América Latina proyectos regionales por fuera de Washington y La Habana.
Los autoritarismos del socialismo real, los regímenes que conforman ese cinturón de hierro oxidado caribeño-soviético —Cuba, Nicaragua, Venezuela—, deben ser extirpados de cualquier ecuación progresista y sustituidos por las disidencias y la oposición política de cada uno de sus pueblos, gente que ha venido articulándose por fuera de los territorios nacionales y que empiezan a reconocerse en categorías que permiten no solo la circulación del capital, sino también de los afectos.
Antes de que vuelva a diluirse la probabilidad del salto dialéctico, hay que fijar este momento en el que percibimos con una claridad inusual cómo la resistencia cívica de los latinoamericanos, sea contra sus dictaduras o contra sus oligarquías, adquiere una textura similar; cierta potencia, tan prometedora como frágil, que derrumbaría el atrezzo de la lidia liberal, un teatro ensayado en el que José Antonio Kast arranca un debate televisivo capitalizando las protestas populares en Cuba, y el gesto alimenta de la misma manera a los testaferros de Castro y Pinochet.
Boric podría iniciar el desmantelamiento de ese cadáver de barro que agoniza tendido a lo largo del continente, y que nos tiene desesperadamente en un punto muerto. Se trata de un lector de poesía, y este dato, que corre el riesgo de convertirse en un latiguillo esnob, e incluso petulante, me interesa solo porque Boric parece haber estructurado su carrera política alrededor de algunas categorías muy presentes en el ejercicio poético, y que los manuales de éxito de las biblias tecnócratas han desterrado de cualquier conquista práctica: la duda, el estado de pregunta, la reivindicación pública del error, el riesgo de confrontar a la base propia de seguidores o votantes.
Es en la poesía, específicamente en el primer verso del segundo cuarteto de un soneto de amor de Quevedo, donde he encontrado yo el principio programático de la ideología que me constituye, una pulsión medio huérfana que muchas veces me ha parecido apenas un delirio y que a partir de Gabriel Boric podría ensayar su entrada en la historia: «El mirar zambo y zurdo es delincuente». La gente joven siempre tiene una deuda vieja que saldar.