Quienes deben protegernos
Es llamativo que el Gobierno tenga tantas dificultades para articular una política de Estado sobre la pandemia
El mayor desafío del año ha sido entender por qué una pandemia es global, a pesar de que su etimología indique precisamente eso: “enfermedad del pueblo entero”. Afecta a todas las personas, en todas partes, y se propaga por todos nosotros. Por eso, precisamente, nos une: todos afrontamos potencialmente la infección, el miedo, la incertidumbre o la recuperación. Es algo común. Por supuesto, no siempre actuamos en consecuencia. La ómicron es la prueba de que,...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
El mayor desafío del año ha sido entender por qué una pandemia es global, a pesar de que su etimología indique precisamente eso: “enfermedad del pueblo entero”. Afecta a todas las personas, en todas partes, y se propaga por todos nosotros. Por eso, precisamente, nos une: todos afrontamos potencialmente la infección, el miedo, la incertidumbre o la recuperación. Es algo común. Por supuesto, no siempre actuamos en consecuencia. La ómicron es la prueba de que, si la vacuna no es para todo el planeta, las variantes no pararán de llegar a nuestro privilegiado continente.
En lo personal, hemos desarrollado un raro sentido de pertenencia. De hecho, las formas rígidas de individualidad de ciertos anarcoliberales ya no se sostienen, aunque sigan existiendo negacionistas. El aislamiento en pequeñas burbujas y los continuos límites para disfrutar y aparecer en el espacio público también destruyen la vida privada, y la sensación es parecida a aquello que decía Hannah Arendt sobre la soledad, sobre cómo acaba generando la experiencia extrema y radical de “no pertenecer en absoluto al mundo”. Lo curioso es que, mientras se nos pide aislarnos, cada vez desarrollamos actitudes más colectivas hacia las adversidades, las relaciones sociales, la incertidumbre, nuestra propia vulnerabilidad o nuestros estados de ánimo. Los trastornos del sueño, la ansiedad u otros efectos perturbadores del encierro no solo han situado en primera línea el problema de la salud mental, sino la idea de que nuestra sociedad está cansada y, por qué no decirlo, algo deprimida. Un vecino mayor de mi edificio me decía el otro día en la puerta de casa: “Son ya dos Navidades, hija”. Y es que todos hemos desarrollado una forma de pensar que tiene que ver con ese mundo común. Mi vecino sabe perfectamente que entiendo lo que me dice, porque a mí me pasa lo mismo (son ya dos puñeteras Navidades), pero curiosamente, este “sentido común” sigue sin trasladarse a la política, al menos en España.
Es llamativo que el Gobierno tenga tantas dificultades y desidia para articular una política de Estado sobre la pandemia. Al contrario, se convoca una Conferencia de Presidentes, que envía un claro mensaje de impotencia, mientras se aprueban las medidas nada menos que mediante real decreto, para mostrar decisión. ¡Qué extraordinaria paradoja! La primera (y funesta) sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma de marzo de 2020 se pronunció sobre la controversia entre limitación o suspensión de derechos fundamentales, pero hay una gama de posibilidades hasta llegar ahí que el Gobierno aún podría utilizar sin contradecir las instrucciones del Constitucional. Al fin y al cabo, la Constitución debe ser el instrumento y no el obstáculo para diseñar una política de Estado para algo tan extraordinario como una pandemia. Y tan grave, claro. Pero ensimismada, la política se aleja de nuevo. Y asusta ver que la soledad del aislamiento afecta tanto a quienes deben protegernos.