¿Chile, en peligro?
El Chile real quiere cambios pero en orden y paz, reformas pero no revolución. Quien logre hacer esa síntesis entre orden y cambio conseguirá destrabar el empate catastrófico entre izquierda y derecha
Chile es un país de volcanes, una larga y estrecha franja de tierra entre la cordillera y el mar, sacudida cada cierto tiempo por terremotos, un país que fue por mucho tiempo austero, por no decir pobre, comparado con su vecino Argentina, el “granero del mundo”. Un país que ha tenido que levantarse muchas veces después de recurrentes catástrofes naturales. Es en esas emergencias, donde ha sacado lo mejor de sí, una solidaridad instintiva y natural y una capacidad de improvisación en momentos difíciles. Tal vez ese talento para improvisar y crear soluciones de emergencia, explique que seamos un...
Chile es un país de volcanes, una larga y estrecha franja de tierra entre la cordillera y el mar, sacudida cada cierto tiempo por terremotos, un país que fue por mucho tiempo austero, por no decir pobre, comparado con su vecino Argentina, el “granero del mundo”. Un país que ha tenido que levantarse muchas veces después de recurrentes catástrofes naturales. Es en esas emergencias, donde ha sacado lo mejor de sí, una solidaridad instintiva y natural y una capacidad de improvisación en momentos difíciles. Tal vez ese talento para improvisar y crear soluciones de emergencia, explique que seamos un país de poetas; es en la poesía donde hemos demostrado más creatividad y audacia.
Pero la misma precariedad y límites que nos ha puesto la naturaleza explica que los chilenos, en general, sean amantes del orden y se inseguricen ante una crisis económica o política, al contrario de los argentinos que saben convivir y tienen alta tolerancia a los momentos de turbulencia (como la “disparada” del dólar, la inflación, etc). En Chile hay poco margen para eso.
Se ha dicho que en el inconsciente chileno, está siempre latente una “pasión por el orden”. La frase fue acuñada por Andrés Bello, ilustre venezolano del siglo XIX que huyó del colapso de su país y del radicalismo de su primera república, para llegar a este finis terrae, donde volvió a enfrentar el dilema entre el cambio y la necesidad de orden. Allí conoció a Diego Portales, un comerciante pragmático y conservador. Del encuentro entre ambos, el refinado intelectual y el negociante que cultivaba un odio intenso a los políticos, surgió esta atávica “pasión por el orden”, que por un lado le dio estabilidad al país por largo tiempo, pero también (en su versión negativa) se tradujo a veces en pulsión totalitaria (como la que apareció con tanta fuerza en el golpe militar de 1973).
Quien no tome en cuenta esa “pasión por el orden” chilena, no puede entender nuestras oscilaciones de las últimas décadas. A la izquierda más radical le ha costado internalizar esto, y cada vez que se ha sobregirado y potenciado la inestabilidad y la inseguridad ha sufrido derrotas flagrantes y a veces trágicas. Algo de eso explica el final abrupto del gobierno de Salvador Allende. Y ayuda a entender cómo Chile transitó desde el estallido social de octubre de 2019 , la elección de una Asamblea Constituyente de mayoría de izquierda radical a una primera vuelta presidencial que ganó un candidato de la derecha más conservadora (pero no fascista, como se ha querido caricaturizar de manera poco rigurosa): José Antonio Kast.
A eso hay que agregar una elección de un Senado y una Cámara de Diputados con muy buenos resultados para una derecha a la que se creía derrotada políticamente después del “estallido”. La izquierda más radical (el Frente Amplio en alianza con el Partido Comunista y cuyo candidato presidencial es el joven Gabriel Boric) equivocó la hermenéutica del estallido social y la leyó en clave “revolucionaria”: muchos llegaron a delirar de que se acababa en Chile el capitalismo, cuando en realidad lo que los chilenos querían mayoritariamente era más capitalismo, pero con correcciones y reformas en el tema de pensiones y salud, un capitalismo “neoliberal” lleno de sombras, pero que ha sacado a grandes sectores del país de la pobreza y les ha hecho acceder al consumo y la educación como nunca antes.
La exacerbación de la violencia callejera, la violencia en la Araucanía (región sur de Chile), el narcotráfico, sumado a un sobrecalentamiento de la economía y amenaza de inflación, más el desfonde del orden público hicieron que nuestra atávica “pasión por el orden” volviera a salir a la superficie. Si hay un “fantasma” que recorre Chile no es el que describen Marx y Engels en el Manifiesto comunista, sino el fantasma del “orden” a la que una izquierda más juvenil le ha costado incorporar entre sus prioridades. Si no, no se explica porqué el candidato de izquierda Gabriel Boric cambió completamente su discurso político entre la primera y segunda vuelta, transitando desde la denostación de los treinta años de la Concertación( gobiernos de centro-izquierda) a una venia hacia los padres que los jóvenes “zurdos” pensaban matar, y a una preocupación por el “orden público” y dirigiéndose a los votantes como “chilenos y chilenas” y no “compañeras y compañeros”.
Todo se ha recalibrado hacia el centro, aunque las dos opciones hoy en carrera vengan de los extremos. La centro-izquierda (la que lideró la transición de la dictadura a la democracia) se volvió irrelevante por no saber defender con convicción su propia historia y convertirse en el “vagón de cola” de la izquierda frenteamplista. Ese no es un dato menor: sin centro-izquierda gravitante, es fácil repetir la división que fracturó a la sociedad chilena en los setenta, fractura que sigue operando todavía en los discursos políticos tres décadas después, aunque es una polarización más de la élite que del llamado “Chile profundo”.
El Chile real quiere cambios pero en orden y paz, reformas pero no revolución. Quien logre hacer esa síntesis entre orden y cambio ( como lo intentó hacer Andrés Bello en el siglo XIX) conseguirá destrabar el empare catastrófico entre izquierda y derecha. En paralelo, se está desarrollando una Asamblea Constituyente que también ha cometido el error de sobregirarse y la mayoría de la población (que votó Apruebo en el Plebiscito de 2020) parece estar decepcionada de un proceso en el que depositó muchas esperanzas. De cómo se equilibren el Congreso y Ejecutivo recién electos con este poder constituyentes dependerá si Chile cruzará o no bien estos mares tempestuosos (como el magnífico Océano pacífico que baña sus costas).
Hemos sido un país resiliente ante los grandes desafíos de la naturaleza y la historia: y es cuando hemos apostado por los grandes acuerdos, donde nos ha ido mejor. Gane quien gane la elección presidencial de este domingo (y lo hará probablemente por estrecho margen) estará a obligado a gobernar con acuerdos y su tarea será reconstituir el Pacto Social fracturado desde octubre de 2019. O de lo contrario, la tierra temblará bajo sus pies, como suele hacerlo en estos lares. Una frase del poeta Hölderlin puede iluminar este momento (ya que dijimos que este es un país de poetas): “En el peligro crece también lo que nos salva”.
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