Tragedias evitables

El incendio de Barcelona muestra que la intervención pública ante situaciones de máxima vulnerabilidad es insuficiente

Flores y un cartel con fotos en recuerdo de las víctimas del incendio del pasado martes en un local en la plaza de Tetuán de Barcelona.Joan Sanchez (EL PAÍS)

La muerte de los cuatro miembros de una familia de inmigrantes, los padres y dos niños menores, de uno y tres años, en el incendio del local que ocupaban en la plaza de Tetuán de Barcelona, muestra la incapacidad de las administraciones públicas para...

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La muerte de los cuatro miembros de una familia de inmigrantes, los padres y dos niños menores, de uno y tres años, en el incendio del local que ocupaban en la plaza de Tetuán de Barcelona, muestra la incapacidad de las administraciones públicas para hacer frente a la situación de emergencia social y vulnerabilidad extrema en la que viven muchas personas, especialmente en las grandes ciudades. La pareja llevaba una década en España, los niños habían nacido aquí, y había sido contactada por los servicios sociales del Ayuntamiento, que habían facilitado la escolarización del hijo mayor y les proporcionaban ayudas para productos higiénicos y alimentos. Pero esta intervención pública no impidió que siguieran en una situación de marginalidad y penuria. Tampoco impidió que acabara en una tragedia que podría haberse evitado y que puede repetirse en cualquier momento: los servicios sociales municipales tienen constancia de 209 menores que viven en situaciones similares en infraviviendas improvisadas en naves o locales abandonados.

Hacía menos de un año que otro incendio en una nave industrial ocupada por inmigrantes en Badalona había causado 4 muertos y 23 heridos. El recuento que se inició a raíz de aquel terrible suceso ha permitido saber que hay 865 personas viviendo en condiciones sumamente precarias en 86 asentamientos y 105 locales ocupados de Barcelona. Pero eso es solo la parte que los servicios sociales han podido contactar. En realidad, hay muchos más. La emergencia de una pobreza extrema a la que solo le queda el recurso de la infravivienda o la calle es un fenómeno que crece en todas las grandes ciudades. Se manifiesta en enclaves de miseria como la Cañada Real Galiana de Madrid, donde la llegada de nuevos pobres es mayor que los realojos acordados en el pacto de 2017, pero la mayor parte de esa miseria se encuentra dispersa y fuera de la agenda política hasta que una tragedia la hace visible.

Al crecimiento de estas bolsas de pobreza extrema contribuyen dos factores principales: los efectos de una ley de extranjería pensada más para poner barreras a la llegada de inmigrantes que para facilitar su integración una vez que están aquí; y una carencia crónica de recursos asistenciales, especialmente de vivienda social, que permita afrontar la emergencia habitacional que las dos últimas crisis han agravado. Muchos inmigrantes pasan años atrapados en el endiablado círculo vicioso de no poder obtener permiso de residencia sin un contrato de trabajo, ni trabajo sin permiso de residencia, con el agravante de que la normativa sobre servicios sociales exige que para acceder a una vivienda social o determinadas ayudas el beneficiario esté en situación regular.

Cada nueva muerte, cada nuevo accidente evitable despierta la conciencia de algo intolerable sumisamente aceptado como fatalidad. Llevamos demasiado tiempo con una resignación que acepta los efectos más perniciosos de la ley de extranjería bajo el pretexto, no demostrado, de que facilitar la regularización podría provocar un efecto llamada. Tampoco la extraordinaria complejidad del problema es razón suficiente para una acción insuficiente, como demasiadas veces demuestran las muertes de niños nacidos en España en familias que no pueden salir de la miseria porque la ley impide ayudar a sus padres.

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