La valentía de Pablo Milanés

Puede decirse que las desgracias de Cuba vinieron por no seguir la ruta que tomó el canto democrático de Milanés, dueño del comercio cotidiano de la emoción

Pablo Milanés durante un concierto en Madrid, el 12 de mayo.Mariano Regidor (GETTY IMAGES)

Pablo Milanés es el embajador cubano en la tierra de humo del porvenir. Vamos a sus conciertos para que nos traiga noticias de aquellos lugares difusos, falsamente prometidos, que nunca llegamos a habitar y que sus canciones todavía evitan que desaparezcan del todo. La nostalgia obtura la posibilidad de padecer el presente, trabaja sobre conjuntos cerrados y muertos. La melancolía, en cambio, es tristeza anticipada, la sospecha de que el pasado no ha ocurrido completamente aún, la memoria como fábula traviesa dispuesta a encontrar nuevas figuras de dolor.

En octubre, atravesando la esta...

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Pablo Milanés es el embajador cubano en la tierra de humo del porvenir. Vamos a sus conciertos para que nos traiga noticias de aquellos lugares difusos, falsamente prometidos, que nunca llegamos a habitar y que sus canciones todavía evitan que desaparezcan del todo. La nostalgia obtura la posibilidad de padecer el presente, trabaja sobre conjuntos cerrados y muertos. La melancolía, en cambio, es tristeza anticipada, la sospecha de que el pasado no ha ocurrido completamente aún, la memoria como fábula traviesa dispuesta a encontrar nuevas figuras de dolor.

En octubre, atravesando la estación acorralada que es el otoño, Pablo emprendió una breve gira por cinco ciudades de Estados Unidos: San Francisco, Los Ángeles, Miami, New York y Washington D.C. Yo lo esperé en la penúltima parada, en el teatro Town Hall de Manhattan, ubicado en el circuito de Broadway. Avanzó con pasos cortos hasta su asiento en el escenario. Alguien lo acompañaba y sostenía. Lo que ambos trasladaban con cierta dificultad no era el cuerpo de Pablo, frágil de salud a los 78 años, sino su voz, que pesa como un ejército de sombras.

Esa voz es la consciencia de un pueblo, el tono susurrante de una épica generosa, la conversación silenciosa que un país establece con los fantasmas huérfanos y los caminos truncos y las juventudes perdidas o dispersas y todas esas posibilidades infinitas que no fueron a ninguna parte y que trazan la fisonomía extraña de la reconciliación. Gente, desde los padres hasta los amigos, que sueltos por ahí no triunfaron de igual modo, pero que sí fracasaron de la misma manera.

Puede decirse que las desgracias de Cuba vinieron por no seguir la ruta que tomó la voz de Pablo Milanés, un canto democrático, milagrosamente repartido entre todos, dueño del comercio cotidiano de la emoción. Somos, en cambio, el país en el que Pablo Milanés y Silvio Rodríguez se enemistaron para siempre, gracias al Yoko Ono de la revolución traicionada, una ideología compartida de la que ambos trovadores fueron sus embajadores más conspicuos. Lo que en otros habría supuesto un cúmulo de infidelidades, en Pablo Milanés se lee como la honestidad particular de alguien que se desplaza entre contradicciones.

En medio de una incesante cacería de brujas nacional, él tiene un pase exclusivo y necesario. El juicio del estalinismo neoliberal cubano, que cae angustiosamente sobre cualquiera, no lo alcanza y, si lo alcanza, no lo cancela. La gente lo autorizó para que, antes de que se despida, su canto continúe dibujando la geografía melódica de la patria y revele, desde el negativo de la distancia, las constelaciones de la pertenencia.

Nadie que haya dicho que preferimos hundirnos en el mar, antes que traicionar la gloria que se ha vivido, puede presentarse hoy en Miami, y nadie que haya emitido opiniones severas sobre el régimen cubano puede presentarse en el teatro Karl Marx de La Habana. Solo él.

La gente opone a esos dos Pablo Milanés, pero se trata de uno solo, al que hay que preguntarle aún por su recorrido accidentado. Probablemente asistiríamos a las respuestas de un curandero que ha explorado con el salvoconducto de su música los aparentes frentes enemigos. Hay algo posnacional en su obra. Un mensajero, instalado en el día del después, que entendió que no estábamos, algunos, exiliados del territorio, sino que nos encontrábamos, todos, exiliados del tiempo, el verdadero punto de reunión de una larga tribu constantemente desterrada de su época, rumiando en su desplazamiento cabizbajo el réquiem elegíaco que representa, en general, la obra de su cantante más exuberante e íntimo.

Es difícil traducir ese monólogo de la virtud, el espanto seco de su poesía sencilla y estremecedora. La gente llora deliberadamente en sus conciertos porque vamos a darnos cuenta de que ya nunca lo podremos escuchar suficientemente acompañados. Su valentía es la lección última. Se trata de un hombre que nunca temió a los sentimientos.

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