Por qué aumentan las protestas y el descontento social
La clase política mundial está recibiendo un mensaje claro: es preciso escuchar a la calle en vez de reducir el espacio cívico y reprimir y criminalizar a los movimientos populares que reivindican sus derechos
¿Está creciendo el descontento social? ¿Por qué la gente sale a la calle a protestar? ¿Qué piden exactamente? ¿Cómo se organizan estas protestas? ¿Contra quién? ¿Se pide lo mismo en Bogotá que en Kuala Lumpur, Canberra, Beirut, Johannesburgo o Madrid? ¿Cuáles son los resultados de las protestas? ¿Consiguen sus objetivos o solo represión? Estas preguntas, entre otras, son algunas de las que nos motivaron a estudiar protestas en todos los continentes, resultando en el libro ...
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¿Está creciendo el descontento social? ¿Por qué la gente sale a la calle a protestar? ¿Qué piden exactamente? ¿Cómo se organizan estas protestas? ¿Contra quién? ¿Se pide lo mismo en Bogotá que en Kuala Lumpur, Canberra, Beirut, Johannesburgo o Madrid? ¿Cuáles son los resultados de las protestas? ¿Consiguen sus objetivos o solo represión? Estas preguntas, entre otras, son algunas de las que nos motivaron a estudiar protestas en todos los continentes, resultando en el libro World Protests: a study of key protest issues in the 21st Century (Palgrave Macmillan, 2022) que se acaba de publicar con acceso abierto.
Los resultados son claros, y mandan un claro mensaje a toda la clase política. La gente cada vez sale más a la calle, principalmente después de los recortes de austeridad en todo el mundo tras la crisis financiera del 2008, y pide cambios al modelo actual. Las manifestaciones no son ya un asunto de activistas, sindicalistas y organizaciones sociales. Desde hace unos años, mucha de la clase media está saliendo a protestar: jubilados, mujeres, jóvenes y muchos otros que no se consideran activistas y, sin embargo, protestan porque se sienten desfavorecidos por las políticas gubernamentales.
Los últimos quince años revelan un período histórico de protestas masivas por todo el mundo sin excepción. No solo ha aumentado el número de protestas, sino el número de manifestantes: se estima que 52 protestas tuvieron más de un millón de participantes, algunas siendo las mayores protestas registradas en la historia, como la huelga de 2020 en la India contra la reforma laboral y del sector agrario, que se estima que involucró al menos a 250 millones de manifestantes. En un mundo polarizado, la pandemia de la covid-19 solo ha acentuado el descontento.
Esta expansión de la protesta coincide con un período de crisis constantes y mal resueltas que han incrementado la desigualdad en todo el mundo y, lo que aún es más relevante para este análisis, una pérdida de legitimidad de los gobiernos democráticos por priorizar reformas con impactos sociales negativos, mostrando limitada capacidad para corregir las desigualdades, la concentración de poder, los recortes sociales o el cambio climático.
La principal causa por la que se protesta a lo largo de estos años es, precisamente, por una percepción de fracaso de las democracias o del sistema político (1.503 protestas). Así las manifestaciones que reclaman una democracia real (para la mayoría y no solo las elites/oligarquía) son más del 28% de las examinadas; otros motivos son la falta de justicia, la corrupción y temas nacionalistas o patrióticos. Protestas como las recientes en el Líbano, el movimiento Occupy Wall Street o el 15-M en España entran dentro de esta categoría.
En segundo lugar, encontramos aquellas que reclaman justicia económica y se oponen a la austeridad (1.848 protestas). Aquí están aquellas que demandan empleos y salarios decentes, mejores servicios públicos, justicia fiscal, reformas agrarias, y denuncian el poder corporativo, las privatizaciones, la desregulación, las reformas laborales y de pensiones, la eliminación de subsidios y la subida de los precios de energía y alimentos, que están aumentando la desigualdad. Estas protestas antiausteridad aumentaron durante el periodo de políticas de ajuste tras la crisis financiera, no solo en Europa sino en todo el mundo, y es de esperar un nuevo auge en los años venideros, dadas las proyecciones de contracción del gasto público o austeridad post-pandemia.
En tercer lugar, tenemos aquellas protestas en defensa de los derechos civiles (1.360 protestas). En esta categoría es importante enfatizar dos elementos. Uno es la explosión que viven estas protestas desde 2016, principalmente las relacionadas con la justicia racial (por ejemplo, #BlackLivesMatter, movimientos indígenas), derechos de las mujeres (por ejemplo, #MeToo o #NiUnaMas) y derechos LGBT a nivel global. El segundo elemento a destacar son las protestas que categorizamos como “negación de derechos”, en general ligadas al aumento de la derecha radical (por ejemplo, negando derechos a refugiados, homosexuales, minorías raciales) y en defensa de las libertades personales (como llevar un arma o no llevar mascarillas). Si bien la retórica es antiélites, la derecha radical no busca un cambio estructural significativo, sino que dirige la frustración popular contra las minorías. Las protestas de la derecha radical son minoritarias, pero es preocupante que su número vaya en aumento.
Finalmente, tenemos las protestas en torno a la justicia global (897 protestas). Aquí destacan las manifestaciones contra las instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario Internacional, contra la Unión Europea, los tratados de libre comercio, así como las de justicia climática, que suponen un 13% de todas las protestas estudiadas.
Aunque un 42% de las protestas consigue alguna victoria, frecuentemente solo parcial, muchos gobiernos han respondido con represión. El estudio documenta que ha ido en aumento, en términos de arrestos, heridos y muertos. Con el paso de los años y la frustración de los ciudadanos, las manifestaciones se han vuelto protestas ómnibus, aglutinando varias demandas juntas, para presentar un rechazo al funcionamiento del sistema político y económico que no beneficia a la mayoría.
Sin ir más lejos, la situación en Chile es un ejemplo claro. En el país miembro de la OCDE y calificado como el del “milagro económico” y modelo a seguir para Latinoamérica, años de desigualdad rampante y poder concentrado en unas pocas manos, generaron casi una década de protestas continuas. Al principio las protestas fueron focalizadas en temas específicos como reformas de pensiones o universitarias, y al final desembocaron en protestas ómnibus (el llamado estallido social) demandando un proceso de cambio profundo en el que en estos momentos se está reescribiendo hasta la Constitución del país.
La participación de la clase media en las protestas indica una nueva dinámica: la solidaridad preexistente de esas clases medias con las élites ha sido reemplazada en la mayoría de los países por una falta de confianza y la conciencia de que el sistema no está produciendo resultados positivos para ellos.
El mensaje para la clase política es claro. En vez de reducir el espacio cívico, reprimir y criminalizar las protestas, es necesario escuchar a la calle, dejar de priorizar reformas que benefician a unos pocos, e implementar reformas que garanticen el contrato social. De lo contrario se corre el riesgo de una desconexión total de una gran mayoría de la ciudadanía.
Si bien nuestra investigación muestra que la inestabilidad política global está aumentando, existen soluciones. Los gobiernos deben escuchar las quejas de los manifestantes y actuar en consecuencia. Las demandas de las protestas en todo el mundo tienen mucho en común. La gente pide empleos, mejores servicios públicos, pensiones y salarios dignos… En su gran mayoría, no piden más que derechos humanos establecidos. Históricamente, las protestas han sido un medio para lograr derechos fundamentales. Es de esperar que también lo van a ser hoy.