Nicaragua: apagando la luz

El régimen antidemocrático de Ortega y Murillo recuerda a las viejas dictaduras familiares y corruptas de América Latina orientadas exclusivamente a su propio beneficio y perduración

Daniel Ortega junto a su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, el pasado lunes en Managua.CESAR PEREZ (AFP)

Solo faltaba la consumación de un proceso electoral ilegítimo. De pies a cabeza. Con los otros siete candidatos presidenciales arbitrariamente en la cárcel y la libertad de expresión avasallada, la cereza de la torta fue la parodia de votación del pasado domingo en Nicaragua. Fuentes serias como Urnas Abiertas, dan cuenta de un ausentismo de 81.5%, mientras la falsa -e insostenible- versión oficial, de que habría participado el 65% d...

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Solo faltaba la consumación de un proceso electoral ilegítimo. De pies a cabeza. Con los otros siete candidatos presidenciales arbitrariamente en la cárcel y la libertad de expresión avasallada, la cereza de la torta fue la parodia de votación del pasado domingo en Nicaragua. Fuentes serias como Urnas Abiertas, dan cuenta de un ausentismo de 81.5%, mientras la falsa -e insostenible- versión oficial, de que habría participado el 65% del electorado, es algo sin sustento en lo que nadie cree.

Según la Unión Europea, “la integridad del proceso electoral quedó anulada”. Para los Estados Unidos, fue una “pantomima” de elección, enfatizando que ahora Ortega “gobierna Nicaragua como autócratas, no diferentes de la familia Somoza”. Varios expresidentes y excancilleres latinoamericanos se pronunciaron contundentemente en la misma dirección.

El Gobierno de Ortega y Murillo recuerda a las viejas dictaduras familiares y corruptas de América Latina, orientadas exclusivamente a su propio beneficio y perduración. Ha hecho bien el Gobierno del Perú, que nadie considera “derechista”, en zanjar de manera clara y explícita con la ilegitimidad de esta re-reelección. Igual lo han hecho varios otros gobiernos de la región.

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A diferencia del siglo pasado, sin embargo, en el que corrían impunes dictaduras como la de los Somoza en Nicaragua, Trujillo en República Dominicana, Odría en Perú o Stroessner en Paraguay, hoy las variables normativas e institucionales son mucho más ricas. Existen, por ejemplo, sólidos estándares sustantivos y procesales, adoptados por unanimidad interamericana en el 2001, cuando se votó en Lima la Carta Democrática Interamericana. Además, hay una institucionalidad multilateral actuante -como la Corte Interamericana de Derechos Humanos- y medios de comunicación internacionales activos y bien informados. A ello habría que sumar el gobierno de Biden. Su compromiso con los valores democráticos se pone a prueba ante un reto como en el que ahora se presenta en Nicaragua.

En lo inmediato destacan dos planos fundamentales.

Primero, la acción colectiva. La OEA tiene razones más que evidentes para actuar con más fuerza, aplicando la Carta Democrática. Es papel de los países miembros y de sus líderes, los jefes de Estado, que esto ocurra. Mientras esto se escribe se lleva a cabo en Guatemala la asamblea general de la organización. Veremos

Existen ejemplos recientes de acción colectiva en favor de la democracia en contextos como el europeo. Ante el gobierno autoritario de Polonia, por ejemplo, la Unión Europea mueve importantes fichas para aplicar severas sanciones económicas que el gobierno de ese país debe pagar diariamente si quiere seguir siendo parte de la UE. Es cierto que nuestro sistema interamericano no cuenta directamente con una institucionalidad financiera, pero sus países miembros si ejercen poder e influencia en instituciones como el BID, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Es cierto también que las sanciones, cuando existen, rebotan sobre la población. Es verdad, muchas veces, pero se puede identificar aquellos sectores institucionales y financieros que pueden impactar más directamente sobre la tranquilidad con la que una satrapía se puede comportar.

Segundo, su impacto en las migraciones. Una parte relevante de la repercusión para los países americanos es aquel de los emigrantes. De acuerdo a la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), 718.000 nicaragüenses han emigrado hasta mediados del año pasado. Sobre una población de 6,6 millones de habitantes, esto equivale a cerca del 11% de la población. Según ACNUR, de ese total, más de 100.000 salieron a partir de la crisis política acentuada desde el 2018. Previsiblemente, pues, la emigración continuará.

En tiempos de las viejas dictaduras de los 70 y 80 del siglo pasado, decenas de miles tuvieron que refugiarse en otros países. Se cuenta que en esos días apareció en un muro callejero de Montevideo una frase pintada a brocha que lo resumía casi todo: “el último que se vaya, que apague la luz”. Tanto Uruguay como todos los países del cono sur (Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Brasil, extendiendo hasta allí el “cono sur”) vivían bajo dictaduras militares atroces. Ante la represión generalizada y el avasallamiento contra cualquier atisbo de justicia independiente, para quien podía irse de su país solía ser una decisión casi inevitable. Hasta ese entonces, nunca antes tanto latinoamericano había emigrado simultáneamente como en esa década tortuosa.

Nicaragua es ya un caso crítico por la enorme porción de su gente que ya se fue y la que previsiblemente lo seguirá haciendo. Cierto que los gobiernos en cuestión podrían sentir alivio por esta emigración de lo que podrían considerar “disidentes”, pero eso es gravísimo para una sociedad y para todas y cada una de las personas que se han visto forzadas a irse de su país. Hay allí una responsabilidad de la comunidad internacional que llama a la acción.

El régimen antidemocrático de Nicaragua plantea un abanico de temas que es amplio y en el que a la comunidad internacional le corresponde un papel medular e ineludible. Pero no tan medular, por cierto, al que es el principal y fundamental: la acción y organización de la propia sociedad nicaragüense sin cuyo papel activo es difícil esperar un cambio sustancial. Ninguna satrapía ha podido vencerse sin el liderazgo del propio país.

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