Pobres y crisis climática
Combatir el deterioro del planeta exige una perspectiva global y la ayuda a quienes menos contribuyen a causarlo
A la vista de lo que está ocurriendo en la COP26 de Glasgow, parece que se empieza a entender que la crisis climática genera pobreza. Está siendo menos fácil reconocer que ese empobrecimiento castiga más a los que ya son más pobres, algo especialmente visible en el plano internacional y cuyo debate es una cons...
A la vista de lo que está ocurriendo en la COP26 de Glasgow, parece que se empieza a entender que la crisis climática genera pobreza. Está siendo menos fácil reconocer que ese empobrecimiento castiga más a los que ya son más pobres, algo especialmente visible en el plano internacional y cuyo debate es una constante en las cumbres climáticas. Países en vías de desarrollo reclaman a los desarrollados el mismo derecho al crecimiento del que los primeros ya disfrutaron, hoy cuestionado por sus efectos ambientales.
La doble injusticia del cambio climático alude al hecho de que los países que menos han contribuido a esta crisis, al haber emitido menos gases de efecto invernadero, son los más perjudicados por dos motivos: sus economías dependen notablemente de sectores sensibles al clima y carecen de medios para llevar adelante políticas de adaptación. Sequías, inundaciones y fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes y virulentos son sinónimo de muerte, hambre y abandono de territorios que se vuelven hostiles. Según el Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos, de 40 millones de desplazamientos ocurridos en 2020, 30 millones fueron debidos a desastres causados por el cambio climático. Dicho fenómeno es ya hoy una de las principales causas de migración en el mundo, y plantea un intenso debate jurídico sobre qué tipo de consideración debe tener. Si un territorio desaparece por el aumento del nivel del mar, o si resulta imposible vivir en él por falta de agua o sequías constantes, su población debe emigrar. Sin embargo, actualmente no existe la figura del refugiado climático, y englobarla en la de migrante económico no responde a la nueva realidad.
África resulta hoy especialmente vulnerable al cambio climático y uno de los lugares donde se manifiesta de forma más clara esta doble injusticia. Según un informe del Banco Mundial, la crisis climática puede forzar a 86 millones de africanos a desplazarse fuera de su territorio en 2050. Ante este panorama, un numeroso grupo de líderes de aquel continente ha reivindicado, una COP más, que los países ricos se comprometan a financiar planes de adaptación en sus Estados mediante el Programa de Aceleración de la Adaptación de África para el que se necesitan 25.000 millones de dólares (22.000 millones de euros).
En un mundo lleno de dependencias, los problemas que el cambio climático ocasione en África acabarán afectando a Europa en forma de más migración. La Convención de Naciones Unidas se ha dotado de dos mecanismos para ayudar a los países en vías de desarrollo. En 2011, se creó el Fondo Verde por el Clima, con el objetivo de ayudar a financiar las políticas de mitigación y adaptación al cambio climático en estos países. Dos años más tarde, en 2013, vio la luz el Mecanismo de Varsovia para las pérdidas y daños ocasionados por el cambio climático en las naciones en desarrollo. Ambas herramientas no han llegado a implantarse en su totalidad y necesitan ser reforzadas y completadas. De la misma manera, la consideración jurídica que se dé a las personas que a causa del cambio climático tienen que abandonar sus territorios debe brindarles protección desde el enfoque de derechos humanos. Son víctimas de una crisis no prevista en los convenios internacionales, pero que avanza imparable. Ese es un elemento clave para detener la velocidad de los efectos del cambio climático: la responsabilidad de los Estados, sobre todo de los más ricos, no acaba en sus fronteras. Solo tiene sentido una visión global del problema global por excelencia en Glasgow.