Los dos problemas de las drogas

Mientras estas sustancias sean ilegales seguirán generando riquezas desmesuradas y provocando la corrupción y la violencia que son necesarias para la protección de un negocio tan lucrativo

Imagen de archivo de la planta salvaje de cannabis.GUANGPENG REN (Europa Press)

España explora una salida legal para el cannabis”, titulaba hace poco un artículo de este periódico. Contaba la noticia que ahora, 54 años después de que se prohibiera en el país la marihuana, el debate sobre la legalización vuelve a ocupar el centro de la conversación política. A mí, desde luego, me complace la noticia, pero no me permito esta vez —como no me he permitido en veces anteriores— ningún asomo de optimismo. ...

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España explora una salida legal para el cannabis”, titulaba hace poco un artículo de este periódico. Contaba la noticia que ahora, 54 años después de que se prohibiera en el país la marihuana, el debate sobre la legalización vuelve a ocupar el centro de la conversación política. A mí, desde luego, me complace la noticia, pero no me permito esta vez —como no me he permitido en veces anteriores— ningún asomo de optimismo. Los términos del debate de hoy son los mismos que se han dado durante las últimas décadas en todos los países consumidores, pero yo tengo para mí que el debate nunca va a llegar a ninguna parte, pues nuestros gobiernos confundidos se siguen haciendo la pregunta equivocada: se preguntan qué razones hay para legalizar las drogas, cuando debería ser evidente que las sociedades abiertas no necesitan razones para permitir las cosas: necesitan razones para prohibirlas. Y las que existen en el caso de las drogas —sobre todo la marihuana, pero las otras no son distintas— son insuficientes.

En otras palabras: los posibles beneficios de continuar con esta prohibición absurda deberían pesar mucho menos que el perjuicio escandaloso que ha causado durante décadas. Hace unos meses, algunos recordábamos un triste aniversario: el medio siglo que se cumple desde el día en que Nixon, un presidente desnortado que estaba perdiendo la guerra de Vietnam afuera y la guerra de la imagen adentro, creyó entrever una solución a sus problemas, y al perseguirla nos embarcó en esta catástrofe. John Ehrlichman, uno de sus consejeros más cercanos, se lo confesó en los años setenta al periodista Dan Baum. Nixon tenía dos enemigos, le dijo: los negros y la izquierda que se oponía a la guerra. Bastaba conseguir que el público asociara los unos a la heroína y los otros a la marihuana, criminalizar ambas drogas y perseguirlas con toda la fuerza del puritanismo, y sería mucho más fácil arrestar a los líderes y calumniar a los activistas desde los medios. La guerra contra las drogas (con mayúsculas o sin ellas) había comenzado.

Soy ciudadano de un país que ha puesto miles de muertos en esta guerra, la más insensata de cuantas nos hemos inventado los seres humanos. Uso el verbo avisadamente: la guerra contra las drogas es una invención, un artificio, porque convirtió en crimen lo que no es más que un vicio; y al hacerlo creó de la nada las estructuras criminales y asesinas que se han enriquecido hasta extremos de fábula, pero sobre todo que han causado sufrimientos sin cuento a sociedades enteras y han llevado a democracias de solidez aparente al borde del precipicio. Lo más lamentable es que todo había ocurrido ya, tiempo atrás, cuando el mismo fanatismo de siempre, en el mismo país arrastrado por la histeria puritana, decidió salvar a la sociedad de su gusto por el alcohol. El resultado conocido de todos fue el surgimiento de una industria mafiosa que dejó muertos, destrozos, corrupción, una película con Sean Connery y una gran novela de Scott Fitzgerald, pero ninguna mejoría en la salud de nadie, ni disuasión alguna en las mentes de los que solo querían ejercer su sagrado derecho a emborracharse.

Con la droga no ocurre nada distinto. Yo crecí con las imágenes de los cuerpos destrozados por las bombas del Cartel de Medellín, con la extrañísima costumbre del miedo de no volver a casa por las noches o de que otro no volviera, y esa vida ocurría en apartamentos cuyas ventanas cruzaban grandes cruces de cinta blanca que se ponían para que las esquirlas, en caso de una onda explosiva, no hicieran más daño del inevitable. La muerte de Pablo Escobar, el narcotraficante cuya guerra contra el Estado marcó a una generación entera, no cambió nada en realidad: pues el dinero de la droga como mercancía ilícita ha alimentado desde entonces el conflicto de mi país, cuyos varios ejércitos ilegales —las guerrillas, los paramilitares, las bandas criminales de nuevo cuño que son herederas de las unas o los otros— luchan por el control de las tierras donde se cultiva, se fabrica y se exporta lo que tanta gente en el mundo paga a precios tan altos.

Mientras la droga sea ilegal seguirá generando las riquezas desmesuradas que ahora genera, y seguirá provocando la corrupción y la violencia que son necesarias para la protección de un negocio tan lucrativo. Eso, desde luego, no es responsabilidad del ciudadano privado que decide privadamente, en uso de su autonomía adulta, hacerse un daño grande o pequeño a cambio de un paraíso artificial. Pero sí que son responsables indirectos nuestros legisladores, que tienen en las manos dos problemas ligados al consumo de drogas: uno de salud pública y otro de orden público. Y deciden, año tras año, que tener dos problemas es mejor que tener uno.

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