Desbaratando las claves de una justicia obsecuente

En la historia política se han hecho mil malabares desde el poder político para meter la mano -o la pata- en las designaciones de magistrados y fiscales

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, tras irrumpir en la Asamblea Legislativa arropado por militares.Rodrigo Sura

Pueden ser más, pero creo que se pueden resumir en tres las claves para una justicia sumisa al poder, terreno fértil frente a tentaciones autoritarias.

La primera -y fundamental- es controlar desde el poder político los procesos de selección y designación. La segunda: la estabilidad/inestabilidad en los cargos judiciales; la provisionalidad es terreno fértil para presiones y “sugerencias” desde el poder.

La tercera -y condición sine qua non- más fundamental y, en apariencia, baladí: que el grueso de jueces/juezas y fiscales no sean buenas personas. Esta digresión no es ori...

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Pueden ser más, pero creo que se pueden resumir en tres las claves para una justicia sumisa al poder, terreno fértil frente a tentaciones autoritarias.

La primera -y fundamental- es controlar desde el poder político los procesos de selección y designación. La segunda: la estabilidad/inestabilidad en los cargos judiciales; la provisionalidad es terreno fértil para presiones y “sugerencias” desde el poder.

La tercera -y condición sine qua non- más fundamental y, en apariencia, baladí: que el grueso de jueces/juezas y fiscales no sean buenas personas. Esta digresión no es original mía, viene a cuento por un artículo del profesor Jorge Malem de la Universidad Pompeu Fabra: “no es de extrañar que popularmente, en los corrillos judiciales, se suela decir que para ser un buen juez es necesario ser una buena persona y, si sabe derecho, tanto mejor”.

Quedémonos, por ahora, en la primera de las consideraciones, los procesos de designación. Habrá tiempo y espacio para el resto en otra nota.

En la historia política se han hecho mil malabares desde el poder político para meter la mano -o la pata- en las designaciones de magistrados/as y fiscales. De manera muy burda y grotesca, a veces; más sutil y presentable, en otras. Lo que, por cierto, es un tema bajo intensa revisión dados los procesos de democratización y de relativa autonomía que adquieren los sistemas judiciales en la relación entre poderes.

La verdad es que el poder ejecutivo y el legislativo son determinantes en los procesos de designación en muchos países. En muchas democracias contemporáneas, incluso, ocurre en la designación de quienes integren la Corte Suprema o la Fiscalía General. Si las cosas se hacen bien, y con procesos transparentes de contrapesos y consulta y en ratificaciones transparentes por el legislativo, por ejemplo, el resultado puede ser bueno.

Pero el hecho es que no hay un modelo establecido en el derecho internacional que deba obligatoriamente utilizarse. Como sería, por ejemplo, que Consejos de la Magistratura o Judiciales, razonablemente independientes, se hagan cargo de los procesos de selección y designación. En muchos países democráticos (Alemania, por ejemplo), sin embargo, tal Consejo no existe y hay una justicia independiente.

En este orden de ideas es crucial lo que ocurra en todo país con las designaciones en las altas cortes y su composición. Y que no sea a través de una decisión unilateral, precipitada u ostensiblemente autoritaria. Por ejemplo, lo que se hizo este año en El Salvador con la destitución arbitraria, y sin el menor asomo de debido proceso, al tribunal constitucional y al Fiscal General y nombrándose, atropelladamente, a los reemplazantes. Contundente ejemplo de lo que no se debe hacer.

Si las normas suelen asignar al ejecutivo y al legislativo algún papel en las designaciones (especialmente en las altas cortes), es imprescindible que los procesos se desarrollen no solo transparentemente sino en una perspectiva de pesos y contrapesos. Toca el turno en las próximas semanas a México cuya Suprema Corte ha sido en los últimos 10-15 años un ejemplo de avanzada en la interpretación y creación de derecho. Entre otras cosas afirmando reiteradamente el principio de control de convencionalidad para ajustar, así, las decisiones judiciales a obligaciones internacionales sobre derechos humanos soberanamente contraídas por México.

Esto viene a cuento a propósito de la pronta renovación a producirse en su Suprema Corte de Justicia, uno de los altos tribunales de más peso y respetabilidad en el continente. Culmina en diciembre su periodo Fernando Franco, correcto magistrado de la Corte (“ministro” en la terminología empleada en México). Pronto deben empezar a verse, pues, los movimientos para la selección y designación de su reemplazante. Asunto que no es de poca monta en un tribunal supremo de solo 11 integrantes, número relativamente pequeño considerando las dimensiones y complejidades del país.

En el caso de México la designación del/la magistrado/a del tribunal supremo, de acuerdo a la Constitución, es atribución del Senado, dentro de una terna que le presenta el presidente de la república. Nada excepcionalmente diferente de lo que se establece en otras constituciones. Tras algo que parece tan simple, un caso como este puede servir de ejemplo para destacar los principales retos que plantea para las democracias la selección y designación de los altos tribunales.

En una perspectiva esencial, como es la independencia de la justicia, se empiezan a poner sobre el tapete en los debates mexicanos particularmente tres asuntos fundamentales.

Primero, las implicancias del peso determinante del presidente de la República; que, en realidad, no solo somete ternas al Senado para magistrados supremos. Es relevante también para la designación de magistrados de otros niveles. Pero, constriñéndonos a la Suprema Corte, ¿qué pasa si al Senado no le parece bien la terna propuesta por el presidente y se la devuelve? El presidente “someterá una nueva” (art. 96 constitucional). Que, se entiende, no debe contener a ninguno de los de la primera pues todo/as de la anterior habrían sido ya rechazados. Si la segunda terna también lo fuese, ocupará el cargo la persona que dentro de dicha terna designe el presidente. Peso concluyente, pues, del presidente.

Segundo, junto con lo anterior: la falta de normas claras para un proceso marcado por la transparencia y participativo. Parte de una dinámica a ser normada para que no se construya la terna entre cuatro paredes como ha sido, por lo general, la práctica histórica en la mayoría de países con un régimen semejante. Este es un asunto clave pues solo puede ser designada una persona que haya integrado una terna presidencial. Por ello establecer y normar al detalle procesos transparentes y participativos pasa a ser, en estos tiempos, una cuestión esencial.

Tercero, con solo tres mujeres, actualmente, entre los once integrantes de la Suprema Corte, ¿cómo se podría -o debería- traducir en lo inmediato la obligación constitucional sobre paridad de género en la selección y designación de magistrados? Si el principio constitucional de paridad (art. 94) no se expresa, en concreto, para avanzar hacia la paridad cuando ella no existe, la norma constitucional estaría de más. ¿Debería marcar un parámetro para un enfoque de género en este proceso? Todo parecería indicar que sí.

Importantes retos, pues, por delante. Para que grandes conceptos y valores democráticos se puedan traducir y concretar en pasos relevantes de la acción estatal. En algo como los criterios que se emplea para seleccionar a altos magistrados se puede plasmar – o no- una declarada vocación democrática y la construcción de una institucionalidad que desarrolle principios democráticos fundamentales.

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