Las niñas cambian

Invito a mi madre a subir las escaleras de mi estudio, y espero que la vejez tarde en llegar. A ella puedo enseñarle mi suciedad de perra, y veo la suya cuando la pinto

Aguafuerte, aguatinta, calcomanía.Roser Bru

La artista inglesa Celia Paul pintó, durante mucho tiempo, retratos de su madre. Observándola se anticipaba, era ella y no la madre quien crecía en la obra, pintando podía dialogar con un yo que todavía no existía. Cuando la vejez no permitió a la madre seguir subiendo las escaleras del taller, Paul no tuvo más remedio que adquirir un nuevo espejo.

La portuguesa Paula Rego explica que cuando era pequeña no tenía ningún interés en la pintura, pero su madre pintaba, y colocando el caballe...

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La artista inglesa Celia Paul pintó, durante mucho tiempo, retratos de su madre. Observándola se anticipaba, era ella y no la madre quien crecía en la obra, pintando podía dialogar con un yo que todavía no existía. Cuando la vejez no permitió a la madre seguir subiendo las escaleras del taller, Paul no tuvo más remedio que adquirir un nuevo espejo.

La portuguesa Paula Rego explica que cuando era pequeña no tenía ningún interés en la pintura, pero su madre pintaba, y colocando el caballete detrás del de ella estaba más cerca de aquella mujer severa. Entendió, imitando a su madre, que la pintura era el lugar en el que podía tejer un diálogo con quien quisiera, el lugar en el que todo podía suceder. Matar, vencer sus miedos, enfrentar el dolor. En la superficie de la tela, la pintora podía repararse. Pintar es poner el dedo en la llaga y moverlo. Pintó retratos de mujeres que en clandestinidad decidían sobre sus cuerpos: sillas, cubos, palanganas y sangre en otra manera de enfrentarse a las maternidades. Pintó, también, su yo más vulnerable, y se tiró al suelo, se retorció, y aulló como una perra. La loca, la intensa, la mujer histérica que, a cuatro patas, encorva la espalda y levanta la cabeza como si un hilo sujeto a la oreja la forzara a no mirar hacia abajo. Embarazada, yo también fui una de esas mujeres en las que Rego depositó tanta violencia y animalidad.

Pinto a mi madre, y también me pongo a cuatro patas y aúllo. Y encorvo la espalda, y levanto no la cabeza sino el culo, porque mi hilo no sale de la oreja. Mi madre está en mi carne; y mis no hijas, las que finalmente no nacieron y no pueden subir escaleras, están en mis pinturas. Me cargo las normas, me importa bien poco si mi pintura soportará el paso del tiempo, trazo una línea de spray sobre el óleo todavía húmedo y adelanto en la tela la grieta que tendrá mi rostro. Me avanzo, con la pintura cuarteada, al que será mi retrato.

Desde muy joven escucho los gritos de la italiana Carmen Consoli. Durante años me he mirado en ella, en cómo construye y destruye a Electra, en cómo ensucia un vestido blanco de novia, en cómo se observa en un espejo, con la cabeza coronada de flores, en cómo madura en su obra al tiempo que madura su cuerpo. Retrata, en Ventunodieciduemilatrenta, a una mujer con un cuerpo normal, cabeza de perra y las manos de su madre. Mira, en In bianco e nero, una foto vieja, un retrato de una niña que abraza una muñeca delante de una tarta de cumpleaños. Le habría gustado poder hablar con ella, canta, preguntar a la madre-niña por los silencios hostiles y los descuidos. Por los momentos estúpidos en los que alimentaron una rivalidad ridícula. Escudriña la foto con detalle y encuentra su mirada, su propia sonrisa, en una mujer que durante un tiempo fue inaccesible, como la severa madre de Paula Rego, o como Paula Rego misma.

Algunas de nosotras escribimos sobre ellas, las pintamos, las cantamos con amor, pero también con una gran carga de odio: ¿quiénes eran esas mujeres y qué querían de nosotras? ¿Por qué, al principio, nos asustaba tanto vernos en ellas? ¿Por qué, después, es esa mirada lo más preciado que nos dejan?

Invito a mi madre a subir las escaleras de mi estudio, y espero que la vejez tarde en llegar. A ella puedo enseñarle mi suciedad de perra, y veo la suya cuando la pinto. Descanso un momento y la abrazo. Me permito entonces el llanto desgarrado que le oculto al mundo. Sé que siente mi dolor y la alegría que me produce la liberación de la etapa oscura que parece que dejé atrás. Abrazada a mi madre soy madre y soy hija, puedo ser también la mujer nacida el veintiuno del diez del año dos mil treinta, o la mujer del cuadro de Rego con una palangana en la mano. Soy mis hijas no nacidas. Me separo de ella y vuelvo al caballete. Entorno los ojos y mezclo el carmín y el verde vejiga en la paleta. Me dispongo a pintarla con el mismo amor con el que Celia Paul ha conseguido pintarse a sí misma.

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