La tempestad romántica y los nacionalismos

Un nuevo museo en Fráncfort revisa la vitalidad de un movimiento que lo mismo exaltó al individuo que al gran yo del pueblo

'Monje a la orilla del mar', de Caspar David Friedrich (entre 1808 y 1810).

El romanticismo es una vieja historia que ocurrió hace más de 200 años, pero sus arrebatos siguen estando ahí y alimentan también el espíritu del siglo XXI. Hay una frase de Novalis que resume aquel proyecto: “Lo que quiero, lo puedo; en el hombre nada es imposible”. Ese gesto de radical afirmación sirvió para destruir cualquier corsé y fue la llama que encendió grandes pasiones y que alimentó el afán de aventurarse por zonas oscuras y peligrosas....

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El romanticismo es una vieja historia que ocurrió hace más de 200 años, pero sus arrebatos siguen estando ahí y alimentan también el espíritu del siglo XXI. Hay una frase de Novalis que resume aquel proyecto: “Lo que quiero, lo puedo; en el hombre nada es imposible”. Ese gesto de radical afirmación sirvió para destruir cualquier corsé y fue la llama que encendió grandes pasiones y que alimentó el afán de aventurarse por zonas oscuras y peligrosas. El filósofo Rüdiger Safranski pone una fecha concreta para situar los inicios de esa corriente que cambió profundamente a Europa, y que la condujo tanto al paraíso como al infierno. El 17 de mayo de 1769, Johann Gottfried Herder abandona Riga y emprende un viaje por barco hacia Francia. Quiere abandonar lo firme para precipitarse en el oleaje tumultuoso del mar, dinamitar sus certezas, abrirse a nuevas experiencias, ampliar horizontes. “En tierra estamos pegados a un punto muerto; y, ¡alma mía!, cerrada en el círculo estrecho de una situación… ¿cómo te sentirás cuando salgas de este mundo?”, apuntó en el diario de ese viaje. Y se respondía dentro de la nave que avanzaba vacilante: “El mundo desaparece, ha desaparecido debajo de ti. ¿Cuándo estaré tan adelantado que destruya en mí todo lo aprendido, y encuentre tan solo por mí mismo lo que pienso, aprendo y creo?”.

Contaba Patricio Pron hace unos días en este periódico que en septiembre se inauguró en Fráncfort el Museo Alemán del Romanticismo, que reúne en 1.600 metros cuanto sirve para ilustrar aquel tumultuoso movimiento, y que no evita abordar sus zonas más inquietantes, “como el chovinismo y antisemitismo de algunas de sus principales figuras”. Curiosa historia: los primeros que le dieron alas al individuo para que se asomara a todos los abismos celebraron la libertad que llegó con la Revolución Francesa e incluso admiraron el genio de Napoleón. Pero los que tomaron la bandera del romanticismo un poco después cambiaron drásticamente de posición, apuntaron a otro sitio, enfilaron hacia otros derroteros.

El Sacro Imperio Romano Germánico sucumbió en 1806 ante el atronador avance de las tropas napoleónicas. Fue entonces cuando empezó a desarrollarse la idea de Alemania como “nación cultural” y, frente a la reivindicación de la igualdad que venía de Francia, la afirmación de las singularidades propias. El filósofo Johann Gottlieb Fichte encarnó ese giro y fue el que en los discursos que dirigió a la nación alemana en 1807 y 1808 hizo de la patria “el auténtico sujeto de la libertad”, explica Safranski. Se produjo así un sutil cambio: de la defensa de ese yo que iba a encontrar por sí mismo “lo que pienso, aprendo y creo”, a la manera de Herder, se pasó a la glorificación del gran yo del pueblo (del pueblo alemán). Miraron hacia atrás, a la Edad Media, reforzaron la religión, y se aplicaron a la construcción de un puñado de mitos que los consagraron como distintos frente a los demás.

Por las venas del siglo XXI corre la sangre ilustrada, y el afán de gobernar los asuntos del mundo con la razón, pero también la romántica, con su radical afirmación de los sentimientos y las emociones y la autonomía del individuo. Y, ay, con su querencia también por las identidades nacionalistas: en la historia no es difícil encontrar los terribles episodios a los que condujo esa exaltación del yo del gran pueblo.


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