Las orejas de Daniel Ortega
Para sacar a Ramírez de circulación, el régimen ha invocado delitos convencionales como lavado de dinero, pero también otros que sólo existen en las dictaduras: menoscabo a la integridad nacional o algo llamado “provocación, proposición y conspiración”
En marzo de 2018, poco antes de recibir el Premio Cervantes en Madrid, Sergio Ramírez pasó por Bogotá para presentar Ya nadie llora por mí, una de las novelas en que su investigador Dolores Morales se da de bruces contra la tosca realidad nicaragüense. Durante hora y media de conversación en una librería, hablamos del Quijote, del boom latinoamericano y de la revolución sandinista; pero sobre todo hablamos de los inefables ...
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En marzo de 2018, poco antes de recibir el Premio Cervantes en Madrid, Sergio Ramírez pasó por Bogotá para presentar Ya nadie llora por mí, una de las novelas en que su investigador Dolores Morales se da de bruces contra la tosca realidad nicaragüense. Durante hora y media de conversación en una librería, hablamos del Quijote, del boom latinoamericano y de la revolución sandinista; pero sobre todo hablamos de los inefables Daniel Ortega y Rosario Murillo, del daño que su régimen autoritario y ladrón les estaba haciendo a los nicaragüenses, y de la forma impredecible en que la novela negra —o policial, o detectivesca: como la quieran ustedes llamar— se ha convertido, recientemente, en un espacio aventajado de crítica social y despiadada sátira política.
Ya nadie llora por mí lanzaba a veces dardos indirectos: en cierta escena se dice de un oscuro personaje que es el “violador de su propia hijastra”, y ningún lector olvidaba a la hijastra de Ortega, que lo acusó públicamente de haberla violado ante la pasividad de su madre. Pero lo que recorría la novela era simplemente un lamento, un lamento cansado por lo que este régimen ridículo pero peligroso ha hecho con el poder que la revolución —de la que Sergio Ramírez hizo parte en su momento— le ha puesto en las manos. Pues bien, pocos días después de nuestra conversación en Bogotá estallaban en Nicaragua las protestas más arduas que ha enfrentado Ortega; y el 23 de abril, cuando ya los muertos de la represión a sangre y fuego se contaban por decenas, Sergio Ramírez llegó al paraninfo de Alcalá de Henares y les dedicó su premio a ellos: a los asesinados por reclamar justicia y a los miles de jóvenes que siguen luchando “por que Nicaragua vuelva a ser una república”.
Recordé esos momentos la semana pasada, cuando nos enteramos de la persecución grotesca que el régimen de Ortega ha lanzado contra Sergio Ramírez. Su fiscalía de bolsillo y sus jueces de bolsillo y sus policías de bolsillo han encarcelado ya a unos cuarenta opositores y críticos, de periodistas a candidatos presidenciales, y lo mismo han querido hacer con Ramírez, que es sin duda una de las figuras más incómodas para el régimen —por su influencia, su reputación y el respeto que le tenemos miles— ahora que se avecinan unas elecciones. Para sacar a Ramírez de circulación, el régimen ha invocado delitos convencionales como lavado de dinero, pero también otros que sólo existen en las dictaduras: menoscabo a la integridad nacional, por ejemplo, o algo llamado “provocación, proposición y conspiración”: paraguas penales en los que cabe todo lo que no le guste al sátrapa de turno, y que confirman la deriva represora de Ortega y su estalinismo de manga corta.
Sergio Ramírez publica ahora en España una nueva novela de Dolores Morales: Tongolele no sabía bailar. El régimen ha hecho lo necesario para sabotear el libro en Nicaragua, impidiendo su entrada con burocracias inventadas, cerrándole las fronteras por aire, tierra y mar, como si una novela representara una amenaza. Claro: es muy probable que así sea. No sé si la pareja risible habrá leído el libro, o si alguien les ha llevado un informe completo; pero se habrán enterado, seguramente, de que la intriga de Tongolele tiene lugar durante las protestas de 2018, y de que Sergio Ramírez ya no escribe desde las alusiones y el lamento, sino desde la rabia y la frustración. En un sermón de iglesia transmitido por la radio, un monseñor describe la situación sin ambigüedades:
“Vimos cómo aquellos que cuando eran jóvenes lucharon por un mundo nuevo le daban un golpe de Estado al pueblo, cambiando la constitución para perpetrarse en el poder en nombre de una revolución ya muerta, y no dijimos nada. Vimos cómo se robaban las instituciones y las prostituían, y tampoco dijimos nada. Vimos cómo se apoderaban de la policía y del ejército y nos callamos… Vimos cómo saqueaban el Seguro Social, cómo descaradamente nos robaban nuestros ahorros para un retiro digno, y seguimos en silencio… Vemos cómo cambian los libros de historia y los llenan de mentiras, cómo pisotean la educación, cómo se apoderan de las universidades… Y vemos cómo crecen sus turbas, que garrotean sin piedad al que se atreve a manifestarse, y tampoco decimos nada”.
Sergio Ramírez sí lo ha hecho. No sólo en esta novela, desde luego, sino a lo largo de los últimos años, con su presencia, sus opiniones y sus columnas. Comentando las palabras del monseñor, un personaje de la novela dice: “Esos sermones no le hacen ni cosquillas en las orejas al lobo”. Pero cada hecho de estos días —la orden de captura, los cargos ficticios, el allanamiento a la casa de un escritor cuyas únicas armas son las palabras— parece confirmar lo contrario.
Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su última novela es Volver la vista atrás.