Perú: confinados en la crisis equivocada

Estamos secuestrados por el sobreactuado combate entre quienes prometen una refundación autóctona del país y quienes se envuelven en la bandera para defenderlo de una amenaza comunista

Manifestantes sacan la bandera nacional en contra del presidente Pedro Castillo en Lima, Perú, el pasado domingo.SEBASTIAN CASTANEDA (Reuters)

Las grandes crisis hunden despiadadamente el dedo en la llaga. Pero si algo positivo provocan sus estragos es que fuerzan a las sociedades a tomar conciencia de fragilidades o injusticias que no deben seguir tolerando. Profundas reformas se vuelven entonces una posibilidad o incluso una exigencia. Se dice por eso que no hay peor error para un país que desperdiciar una gran crisis.

Por desgracia, eso es lo que está ocurriendo en el Perú. Tendríamos que estar debatiendo, por menci...

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Las grandes crisis hunden despiadadamente el dedo en la llaga. Pero si algo positivo provocan sus estragos es que fuerzan a las sociedades a tomar conciencia de fragilidades o injusticias que no deben seguir tolerando. Profundas reformas se vuelven entonces una posibilidad o incluso una exigencia. Se dice por eso que no hay peor error para un país que desperdiciar una gran crisis.

Por desgracia, eso es lo que está ocurriendo en el Perú. Tendríamos que estar debatiendo, por mencionar lo más obvio, la mejora en la cobertura y calidad del servicio de salud, lo que nos llevaría a otros debates esenciales sobre la organización misma de nuestra sociedad: cómo financiar la reforma; qué cambios se requieren a nivel fiscal y de protección social; qué roles corresponden al Estado y al sector privado; cómo revertir la altísima tasa de informalidad.

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Pero la tensión que actualmente domina la discusión pública peruana nada tiene que ver con las obscenas falencias e inequidades que la crisis de la pandemia nos ha restregado en la cara a costa del dolor de tantos. Porque en lugar de enfocarnos en los inaplazables desafíos del presente, hemos sido arrastrados a un debate que se libra en las trasnochadas trincheras del pasado. Así, marchas, editoriales, entrevistas, discursos, desplantes, nombramientos, denuncias y renuncias se producen alrededor de los exacerbados fantasmas del comunismo, el terrorismo, el fascismo, el militarismo o el colonialismo.

Esta invasión de zombis tiene una explicación. Y es que el prolongado deterioro de la política peruana desembocó en las recientes elecciones en el insólito enfrentamiento de dos visiones que, pese a oponerse desde los extremos de la izquierda y la derecha, tienen en común una entraña conservadora, un dudoso compromiso con la democracia, un profundo desprecio por las voces moderadas y una representatividad ciertamente limitada, pues ninguna de sus trilladas nostalgias encarna realmente el sentir de una porción mayoritaria del electorado.

En plena crisis, pues, nos encontramos secuestrados por el sobreactuado combate entre quienes prometen con aires mesiánicos una refundación autóctona de la patria y quienes se envuelven en la bandera nacional para defender al país de una amenaza comunista. Y esto es así por dos razones: porque ambos bandos necesitan de tan desquiciado escenario para justificar su existencia política; y porque una silenciosa mayoría lo está permitiendo.

Porque son mayoría en el Perú quienes aprecian los avances de los últimos 30 años, pero los reclaman insuficientes; quienes valoran las oportunidades de una economía de mercado, pero denuncian los abusos de índole monopólica, la primacía del afán de lucro en servicios esenciales y la precariedad de derechos laborales; quienes abominan del terrorismo, pero no niegan los atropellos a los derechos humanos perpetrados por el Estado; quienes demandan de ese Estado mayor presencia, pero están hartos de la corrupción y la ineficiencia y no quieren para sus hijos ni la dictadura ni la pobreza que oprime a venezolanos y cubanos; quienes repudian todo tipo de discriminación; quienes no se oponen a que la Constitución pueda ser revisada, pero tampoco consideran necesario reemplazarla; quienes, en suma, rechazan dogmatismos y fanatismos y, sabiendo que la democracia supone enfrentamientos, reclaman de los políticos la capacidad de hacer concesiones y alcanzar consensos.

Esa mayoría ajena a los extremos de la que tantos somos parte debe hacerse sentir. Debemos exigir a quienes hoy ocupan posiciones de decisión política que desactiven de inmediato la irresponsable y peligrosa crisis política en la que hoy nos tienen confinados. A las puertas de una tercera arremetida de la pandemia es negligente y hasta criminal seguir alimentando la inestabilidad política y retener la discusión nacional en la crisis equivocada. Por eso hay que acabarla ya.

Es muy grave que el presidente de la República presente ante el país un gabinete que, además de tener algunos integrantes con muy serios cuestionamientos para tan delicado encargo, esté encabezado por alguien bajo investigación por su explícita simpatía con el terrorismo de Sendero Luminoso. El Perú tiene una historia milenaria, pero también una reciente. Y esta provocación, que solo tiene sentido en la peor versión del cálculo político, insulta al mismo tiempo a la memoria de las víctimas de la violencia y a la de las del virus.

No merecemos esto ni merece este gabinete nuestra confianza —ni la del parlamento—. Si el presidente no ofrece alternativa, el Congreso debería reunir los votos necesarios para encargarle conformar otro. Y entonces, la presión de la mayoría ciudadana deberá recordarles a nuestros políticos que su deber es debatir e implementar reformas para construir un país menos vulnerable, porque resultaron elegidos para eso y no para dejarse llevar por la mezquina ambición de arrancarse el poder.

Salvador del Solar es un abogado, actor y director de cine peruano. Fue primer ministro de Perú durante el Gobierno de Martín Vizcarra (2019)

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