Despedida
Las mujeres que aún no han cumplido 55 años, pero son mayores de 50, acumulan todos los números para salir disparadas en un ERE como la increíble mujer bala
Lo mejor de mi adolescencia fue conocer a Elvira. Entre los quince y los veinte, vivimos momentos divertidísimos. Experimentábamos una felicidad, completa y sencilla, cada vez que salíamos a curiosear por ahí. Mirábamos con los ojos muy abiertos y éramos Caperucitas expuestas a los peligros del bosque. Los superamos con dificultades, pero muy risueñamente. Elvira es vital, fantasiosa, amable. Inteligentemente afectiva y afectivamente inteligente. Inteligente a secas. Y es buena. Estudió Ciencias de la Información. Trabajó en Tribunales, ha escrito de viajes y anticelulíticos, ha sido jefa de c...
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Lo mejor de mi adolescencia fue conocer a Elvira. Entre los quince y los veinte, vivimos momentos divertidísimos. Experimentábamos una felicidad, completa y sencilla, cada vez que salíamos a curiosear por ahí. Mirábamos con los ojos muy abiertos y éramos Caperucitas expuestas a los peligros del bosque. Los superamos con dificultades, pero muy risueñamente. Elvira es vital, fantasiosa, amable. Inteligentemente afectiva y afectivamente inteligente. Inteligente a secas. Y es buena. Estudió Ciencias de la Información. Trabajó en Tribunales, ha escrito de viajes y anticelulíticos, ha sido jefa de cierre de una cartelera. Se ha reciclado según los parámetros de la prensa digital. Ha criado hijo e hija. Elvira me llama para comunicarme que la han despedido. Un ERE acaba con el sesenta por ciento de la plantilla de una cabecera prestigiosa: las mujeres que aún no han cumplido 55 años, pero son mayores de 50, acumulan todos los números para salir disparadas como la increíble mujer bala. Si ya has cumplido los 55, a la empresa despedirte le va a salir más caro. Un despedidor, a la manera de Clooney en Up in the air, no se anda con chiquitas: la tranquilidad y la dignidad de la despedida importan poco. Hay personas con la generosidad de actuar antes de que la injusticia roce a sus afectos; sin embargo, la mayoría percibimos los males de la sociedad cuando los males se encarnan en los seres amados.
Elvira ha pasado por carros y carretas como todo el mundo y es consciente de sus privilegios. Yo estoy cansada de que la conciencia de los pequeños privilegios —los llamaría más bien derechos: techo, comida, opciones de descanso y recreación— nos haga sentirnos jodidamente mal desde un punto de vista íntimo y nos empuje a suavizar la crítica al sistema. Elvira sabe que el sistema es injusto, que ella no es culpable de su despido y, aun así, no puede evitar una tristeza profunda que le hace dudar de todo, pese a su optimismo natural. “Lo importante es la salud”, le dicen. Tras este lema bienintencionado que ya forma parte del acervo popular, ella, no obstante, detecta el tópico consolador de una persona acomodada. Porque la salud de Elvira es directamente proporcional a un estado de ánimo que ayer estaba por los suelos. Porque la salud y el estado de ánimo de Elvira son directamente proporcionales a sus condiciones laborales, al hecho de tener trabajo y a la seguridad de poder contribuir a que su descendencia disfrute de un futuro. En el despido de Elvira hay una marca de clase —universitarias, hijas de clase media u obrera, que trabajamos para vivir— y otra de género: cobramos menos; nos criminalizan por menstruar, por cuidar, por ser organizadas, por un perfeccionismo que se nos impone, pero por el que se nos ridiculiza, por no querer competir o por competir y ganar con casi todo en contra. A las mujeres aún se las despide con la buena conciencia de creer prejuiciosamente que el sueldo principal es el del pater familias, granjero blanco, ingeniero jefe que diseña el algoritmo desde su cueva-garaje. No es así. Elvira y yo vamos a quedar para tomar unas cañas y nos vamos a reír con un cuerpo que ya no tiene quince años, pero conserva una alegría distinta, hoy adornada con una gotita de mala leche absolutamente necesaria.