El ruido desde la montaña
Lo que nos asusta de Afganistán no es solo lo que sabemos que llevaba décadas ocurriendo sino el ser conscientes de que, sin embajadas ni medios, ignoraremos lo que pueda estar pasando a partir de ahora
Es de noche y del monte vienen sonidos extraños. No parecen murmullos de animal ni ecos de movimiento humano. En las casas del valle se despierta el miedo, porque desazona sentir un ruido y no saber su origen. Conocer la causa de ese efecto que es el sonido mitigaría el temor, pero la incertidumbre inquieta. Miles de años atrás, los griegos dieron nombre a esto. El dios Pan era su señor del bosque y de la vida silvestre, por eso ellos creían que los ignotos ruidos montañeses eran provocados burlonamente por este dios, y los llamaban “sonidos pánicos”. La palabra pánico, que el latín her...
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Es de noche y del monte vienen sonidos extraños. No parecen murmullos de animal ni ecos de movimiento humano. En las casas del valle se despierta el miedo, porque desazona sentir un ruido y no saber su origen. Conocer la causa de ese efecto que es el sonido mitigaría el temor, pero la incertidumbre inquieta. Miles de años atrás, los griegos dieron nombre a esto. El dios Pan era su señor del bosque y de la vida silvestre, por eso ellos creían que los ignotos ruidos montañeses eran provocados burlonamente por este dios, y los llamaban “sonidos pánicos”. La palabra pánico, que el latín heredó del griego, no es un vocablo muy viejo en español: pánico, usado originalmente como adjetivo (“terror pánico”), nos llegó desde el francés y está en nuestros textos desde el siglo XVII, en un principio servía para calificar a la imaginación más funesta, al miedo sin motivo conocido o identificado.
Las palabras tienen una historia en la lengua y otra particular, propia de la vida de cada cual. En mi imaginación la palabra pánico también tendía a la aprensión hacia algo remoto. Yo tendría unos cinco años y leía todo lo que había a la vista: libros o tebeos, pero también los carteles electorales, las pintadas, los rótulos de las tiendas... El paisaje lingüístico de las ciudades españolas era en mi infancia más uniforme que el actual, por eso recuerdo bien las palabras y enunciados que, por extranjeros o distintos, me resultaban más incomprensibles. Vino el Papa Juan Pablo II a Sevilla en 1982 y alguien fijó un cartel dadivoso en su honor: “Totus tuus”, entrega total al pontífice, pero otra mano añadió con letras gruesas a brocha: “...menos nuus”. El grafiti contestón en latín macarrónico tardó años en borrarse y por eso me dio tiempo a terminar de entenderlo.
Otra pintada de esa misma época me era más críptica aún: en mayúsculas enormes, en el muro gigante de un viejo almacén por el que pasaba cada día de camino al colegio, apareció de un día para otro la pintada: “Pánico en Afganistán”. Y en mi historia, el hábitat del pánico quedó ligado a ese país montañoso desde niña; el horror de los cuentos tenebrosos halló en el atlas mundial una ubicación. Contextualizar la pintada no borró esa sensación, porque cada vez que los afganos fueron apareciendo posteriormente en el horizonte educativo o mediático no era para desdecir la pintada sino para cargarla con argumentos nuevos: la guerra que había empezado en 1979, la persecución de la modernidad, la dinamita sobre el patrimonio hereje, las universidades cerradas, la violencia permitida... Siempre un runrún de padecimiento civil, por acción de unos o por inacción de otros, siempre con el mismo resultado penoso de vulneración de derechos. La pintada terminó borrándose o cayendo por la piqueta, no lo recuerdo, pero el pánico persiste.
Lo que nos asusta de Afganistán no es solo lo que sabemos que llevaba décadas ocurriendo sino el ser conscientes de que, sin embajadas ni medios, en Occidente ignoraremos lo que pueda estar pasando a partir de ahora. Sentimos de nuevo las voces pero otra vez nos atemorizan más los efectos sobre nuestro valle en calma que la causa lejana de lo que suena en la montaña. Y no hay dios Pan al que echar la culpa.