Sin salida al norte
El compromiso es de todos. Los desafíos son importantes y urgentes. La Tierra no sabe de plazos. La naturaleza no negocia
Seattle, en el Pacífico noroeste de los Estados Unidos, encarna el ideal de urbe con conciencia medioambiental. Rodeada de bosques de hoja perenne, parques y lagos, ostenta los títulos de Ciudad Esmeralda y “Meca de la naturaleza”. Por sus veranos vigorizantes, es la localidad con menos instalaciones de aire acondicionado del país. En 2014, un reportaje de The New York Times, recomendaba la región, preservada por su geografía de los excesos del calor, para futuros desplazamientos geoclimát...
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Seattle, en el Pacífico noroeste de los Estados Unidos, encarna el ideal de urbe con conciencia medioambiental. Rodeada de bosques de hoja perenne, parques y lagos, ostenta los títulos de Ciudad Esmeralda y “Meca de la naturaleza”. Por sus veranos vigorizantes, es la localidad con menos instalaciones de aire acondicionado del país. En 2014, un reportaje de The New York Times, recomendaba la región, preservada por su geografía de los excesos del calor, para futuros desplazamientos geoclimáticos. La elección obedecía a la lógica de un funcionamiento, relativamente previsible, en las alteraciones climáticas. Una subida de dos grados convertirá algunas regiones del planeta en un “infierno inhabitable” (sic Naciones Unidas), mientras que el Norte devendrá un Edén templado: Alaska convertida en una Florida polar, el mar del Norte, un nuevo Mediterráneo. Los habitantes de Seattle tenían motivos para sentirse confiados. Hasta que llegó la cúpula de calor, a finales de junio. En días consecutivos, se superó tres veces el registro de temperaturas máximas. No muy lejos, Canadá alcanzó los 49,6ºC. A miles de kilómetros, el círculo polar ártico ruso, batió récords históricos.
De golpe y sorpresa se ha roto el paradigma que preservaba al Norte y hostigaba al Sur. La Columbia Británica soporta temperaturas habituales en el Sáhara o Arabia. San Petersburgo, las de Madrid en verano. Se subvierte el orden prevalente. Emerge el caos de la imprevisibilidad. La situación obliga a plantearnos si estamos actuando con suficiente celeridad para mitigar el calentamiento global.
Spencer Dale, economista jefe de la compañía petrolera BP, no es optimista, informa el Financial Times. Alcanzar los objetivos del Acuerdo de París —mantener el calentamiento global entre 1,5ºC y 2ºC— requeriría reducir las emisiones de CO2 al nivel de 2020, forzado por la pandemia, durante “todos y cada uno de los próximos 30 años”. No parece que vaya a suceder; “existe un riesgo importante de que se invierta el descenso de las emisiones de carbono del año pasado”, apostilla. No será por falta de ciencia y conocimiento. Las medidas a adoptar están formuladas y se resumen en un principio, acelerar y extender la transición hacia una economía descarbonizada. En la práctica abundan los obstáculos; disputas de índole económica —industriales y sociales; recuerden la revuelta de los chalecos amarillos en Francia por la tasa ecológica—; disidencias políticas que empujan a aplazar lo importante por lo urgente, cuando no, directamente negarlo (¿Qué habrá sido de aquel primo de Rajoy que le aconsejaba no preocuparse por un problema inexistente? La complacencia de la derecha ante la dimensión del problema proporcionará munición a la izquierda en décadas venideras); y en el último eslabón de la cadena, consumidores comodones que no quieren asumir responsabilidades ni sentirse culpables.
El compromiso es de todos. Los desafíos son importantes y urgentes. Porque, como han comprobado en Seattle, no hay escapatoria el Norte. La Tierra no sabe de plazos. La naturaleza no negocia.