Chile y la pregunta de Touraine
La extraña situación chilena sigue evolucionando dentro de un marco institucional, a pesar de haber afrontado una múltiple crisis social, generacional, política y sanitaria
Chile realiza este fin de semana cuatro de las diez elecciones que se ha impuesto en el apretado periodo de seis meses. En una de ellas seleccionará a los 155 miembros de una Convención Constituyente paritaria que, en un máximo de doce meses, debe presentar al país una nueva Constitución para ser plebiscitada. En los restantes nueve torneos votará por la totalidad de las autoridades de elección popular (excepto 23 senadores): desde los concejos municipales hasta la jefatura del Estado. Un total de 3.231 cargos para los que se está presentando una relación aproximada de 8 aspirantes por cupo: u...
Chile realiza este fin de semana cuatro de las diez elecciones que se ha impuesto en el apretado periodo de seis meses. En una de ellas seleccionará a los 155 miembros de una Convención Constituyente paritaria que, en un máximo de doce meses, debe presentar al país una nueva Constitución para ser plebiscitada. En los restantes nueve torneos votará por la totalidad de las autoridades de elección popular (excepto 23 senadores): desde los concejos municipales hasta la jefatura del Estado. Un total de 3.231 cargos para los que se está presentando una relación aproximada de 8 aspirantes por cupo: unos 25.000 candidatos.
Esta especie de bacanal democrática no tiene precedentes en la historia de Chile. Y lo que es aún más singular, no es el producto de un diseño o un plan político, sino de la pandemia y de algunos precipitados acuerdos de la clase política. Las autoridades territoriales debieron ser elegidas en 2020, lo mismo que la Convención Constituyente. La emergencia sanitaria empujó esas elecciones para este año y la manera en que los resultados se influirán recíprocamente es impredecible.
Nadie sufre, nadie está afiebrado por esto. Tal vez los candidatos lleguen exhaustos -esta es su letanía usual, cómo no-, pero los ciudadanos actúan igual que si hubiesen recordado recién esta semana que el sábado hay cuatro elecciones. O, dicho de otra manera: que el sábado comienza el reordenamiento del país.
La extraña situación chilena sigue evolucionando dentro de un marco institucional, a pesar de haber afrontado una múltiple crisis social, generacional, política y sanitaria. En esta conducta -este orden dentro del desorden- parece expresarse el agón de un último afecto por la democracia y el deseo de resolver sin más rupturas las dificultades de la convivencia. Vistas de esta manera, las diez elecciones parecen una respuesta a la pregunta que el sociólogo francés Alain Touraine recomendaba formularse para este país: ¿podremos vivir juntos?
En los años 80 parecía irrisorio plantar una idea como esta, cuando era tan difícil salir de Chile como llegar a él. El finisterre chileno, que a menudo lo aleja de América Latina y solo a veces lo acerca, permeado y asaltado por toda clase de influencias, conectado e hiperconectado, ni tan lejos que te hieles, nativo, mestizo e inmigrante, unificado de cuando en cuando por catástrofes fenomenales, ese mismo, viejo, proverbial fin de mundo se esfuerza de nuevo por responderle a Touraine que sí, que será posible vivir juntos. Y para eso hace diez elecciones.
Nadie sabe quién ganará y en cuál elección. El régimen presidencialista está quebrantado, a pesar de que sus 14 meses de cuarentenas y toques de queda tendrían que calificar como el momento más autoritario del siglo. El Congreso, fragmentado, dicta ahora leyes que eran prerrogativas del Ejecutivo, y el tribunal de control constitucional se encuentra inutilizado por una indecorosa gresca interna, motivada en parte por el propio gobierno.
¿Curioso? Hay más: en noviembre se votará por el presidente de la República (con balotaje en diciembre) y por las dos cámaras del Congreso, que asumirán en marzo del 2022. Todo eso sucederá antes de que se proponga una Constitución que bien podría decidir, por ejemplo, que el nuevo régimen de gobierno será parlamentario y unicameral. O que el estado tendrá una nueva división administrativa. O que la jefatura del gobierno se obtendrá con otras mayorías.
El pacto para modificar la constitución se fijó ciertos mínimos, como la definición de república democrática, la validez de las sentencias judiciales, la intangibilidad de los tratados internacionales y un quórum de 2/3 para la aprobación de sus normas. Aunque, como siempre, ya hay quienes plantean que se puede retorcer la nariz de los acuerdos declarando la total soberanía de la Convención, es más probable que se libre una larga batalla retórica por su interpretación.
Nadie habría soñado que esto le ocurriría al segundo gobierno de derecha desde la restauración democrática, que asumió en el 2018 arropado con las ideas de Cameron. Sin embargo, quizás la historia diga que esa configuración fue justamente la apropiada para que se expresara el hartazgo con las ilusiones y las promesas de la modernidad globalizada, coordinado con esa urgencia juvenil de saltarse los torniquetes para llegar más rápido a un horizonte desconocido pero nuevo, siempre nuevo.
El desconcierto, la falta de interpretación convincente de lo que ha ocurrido, la repetición mecánica de los mismos análisis por 20 años, trituraron también el orden político. La coalición de gobierno se anarquizó entre la lepra de la impopularidad y la rendición avergonzada de gran parte de su historial programático. La centroizquierda, insegura de defender un proceso de modernización exitoso pero imperfecto, ha llegado a tener por programa principal no parecerse al gobierno. Y una izquierda más radical, aunque menos estructurada, actúa con la certidumbre de que al fin ha llegado su hora, bastante próxima a la toma del Palacio de Invierno.
Las elecciones de este fin de semana medirán la musculatura de los partidos y las coaliciones. Como aquel Papa moribundo que logró saber que “ni los jesuitas son tan ricos como se dice, ni los franciscanos tan pobres como proclaman”, los chilenos comenzarán a dilucidar cuánto pesa cada cual y, de manera algo menos traslúcida, qué tipo de ideas se allegarán a una nueva constitución. Pero la redistribución de fuerzas no terminará hasta el fin del año, con los resultados de las diez elecciones.
La mezcla de causalidad y casualidad confiere un aire inevitablemente enigmático a todo el proceso. ¿A qué se enfrenta Chile con su carrusel electoral? ¿A la ancestral sabiduría de la historia o más bien a una jugarreta de la suerte? ¿Para mejor o para peor? Sólo se puede dar dos cosas por seguras: la primera es que la inestabilidad acompañará al país por un ciclo de dos o tres años, con picos y valles de excitación social; la otra, que se habrá ensanchado la experiencia de ser candidato, acaso la variante retorcida de la educación cívica.
Para todo el resto, consultar en diciembre.
Ascanio Cavallo es periodista político chileno