Entre la caja y la confianza

Quienes proponen la reforma tributaria no conocen o no quieren conocer esa otra Colombia donde más de la mitad de las personas vive en la informalidad

Una mujer sostiene un letrero durante una manifestación en Bogotá, el pasado 16 de abril.RAUL ARBOLEDA (AFP)

Escribo esta columna desde Bogotá, donde debatimos si es el momento de una reforma tributaria. Desde donde se discute, que no es en los territorios de la pobreza y las necesidades básicas insatisfechas, hablamos de no perder el grado de inversión; los yuppies del mundo financiero justifican la urgencia de un recaudo de 23 billones de pesos (más de 6.000 millones de dólares) para la distribución del ingreso solidario para los más necesitados y para cubrir ...

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Escribo esta columna desde Bogotá, donde debatimos si es el momento de una reforma tributaria. Desde donde se discute, que no es en los territorios de la pobreza y las necesidades básicas insatisfechas, hablamos de no perder el grado de inversión; los yuppies del mundo financiero justifican la urgencia de un recaudo de 23 billones de pesos (más de 6.000 millones de dólares) para la distribución del ingreso solidario para los más necesitados y para cubrir el déficit de las finanzas colombianas en época de pandemia.

Esos que llaman los más necesitados, para quienes dicen que es fundamental la reforma tributaria, que prefieren llamar ley de sostenibilidad, son los campesinos a quienes esta reforma castiga por garantizar la seguridad alimentaria. Porque quienes la proponen no conocen o no quieren reconocer esa otra Colombia donde el 60% en las ciudades y el 86% el campo, vive en la informalidad. Reforma tributaria sí, pero no como la que está en discusión en el Congreso, porque precisamente no es sostenible.

Sacan del régimen de exentos del pago de IVA (impuesto de valor agregado) a los alimentos y pasan a cobrarles IVA a sus insumos encareciendo sus costos de producción. El campesino que siembra, que cría marranos y otros animales, tendrá además que pagar impuestos por la comida que tiene que darles a las gallinas. Luego el que compre el pollo, si es que le alcanza el ingreso para comer pollo una vez a la semana, le saldrá obviamente más costoso. Los costales en los que exportamos nuestro café o cacao también deberán pagar IVA, y así sucesivamente a los tractores y hasta las guadañadoras. Como bien lo ha planteado el presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), Jorge Enrique Bedoya, la estabilidad social de la ruralidad y agente de cambio para la sustitución de cultivos ilícitos, es castigada.

No es sorprendente. Es la incoherencia del gobierno a la que ya deberíamos estar acostumbrados. 12 millones de personas que viven en el campo, de las cuales la mitad son mujeres, son transparentes para este proyecto. Y no digo que la reforma no sea necesaria. Es que debe ser razonable, concertada, recogiendo el trabajo de la comisión de expertos internacionales que pusieron a proponer salidas estructurales, escuchando las propuestas serias de Fedesarrollo. De lo contrario terminará por afectar la generación de empleo cuando la tasa de desocupación alcanza el 17%.

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Los impuestos al sector de la construcción, que prácticamente salvó del descalabro a la economía colombiana en el último año es otra de las incoherencias, o el intento de grabar la energía solar cuando pedimos caminar hacia un mundo de renovables. No es viable cambiar el esquema de tributos sin una reforma laboral que compense las imposiciones.

Y además olvidan que le dijeron al escaso 40% de empleados formales de Colombia, gran parte de la clase media, que su ahorro para vivienda estaba exento, que pagar la salud cuando más enfermos y vulnerables somos es un gasto no suntuoso. Pero es que no tienen pudor en contradecirse. Les falta calle y vida a estos ministros que desde la teoría piensan que todo es recaudo sin controlar la evasión en las aduanas corruptas y los “sanandrecitos” que complacen el mal gusto de los nuevos ricos.

La reforma que tiene enfrentados a los partidos políticos e incluso amenaza con cortar el hilo frágil del gobierno y su partido en época electoral, ha dejado ver algo que expresa con sabiduría la filósofa Norma Jimeno: “Imagino un país donde la relación con los tributos fuera fácil, basada en la confianza. Nuestro problema tributario, más allá del déficit, es la falta de confianza en las instituciones que la planean, en las que luego administran el recaudo…”

Le sobra razón, cómo podemos confiar cuando estamos viendo día a día cómo fue que llegaron a gobernar, cómo nos devolvieron a la guerra, como han incrementado la polarización que ofrecieron acabar, cómo invierten en aviones de combate. Qué confianza puede tener un ciudadano que lee la reforma y ve cómo proponen grabar los servicios funerarios en momentos en que mueren 420 colombianos cada día por la covid. Eso es indolencia.

Necesitamos una reforma que simplifique el IVA, lo haga más pequeño y abarque más productos sin tocar los alimentos y los servicios públicos, una reforma acompañada de ahorro real en burocracia, transparente en la inversión, sin excepciones para amigos religiosos que votan de rodillas en las elecciones, pero sobre todo que escuche a los economistas que conocen el país y sus necesidades.

El pulso por hundirla o salvarla pasa por concertarla, mejorarla, pero, sobre todo, por respetarnos, por ganarse la confianza de los ciudadanos a quienes le están fallando cada día. A los emprendedores que hoy se preguntan si su economía naranja es para cobrarles el esfuerzo cuando apenas empiezan a hacer empresa. Tenemos problema de caja, sin duda, pero el problema mayor es que quienes manejan la caja no merecen nuestra confianza.

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