Descolgados
‘Nomadland’ nos recuerda que cada desastre deja una estela de individuos expulsados del sistema
A estas alturas, con la cuarta ola, los árboles de cifras no dejan ver el bosque. Además, a veces oímos y leemos el número de contagios, la tasa de ocupación hospitalaria y el de incidencia acumulada casi con el mismo automatismo con el que seguimos los partes meteorológicos. Es natural, pues a fin de afrontar los grandes desastres, ya sea en el ámbito ...
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A estas alturas, con la cuarta ola, los árboles de cifras no dejan ver el bosque. Además, a veces oímos y leemos el número de contagios, la tasa de ocupación hospitalaria y el de incidencia acumulada casi con el mismo automatismo con el que seguimos los partes meteorológicos. Es natural, pues a fin de afrontar los grandes desastres, ya sea en el ámbito íntimo o a nivel gubernamental, hace falta una adaptación excepcional de la mirada. Para enfocar aquello a lo que urge dar respuesta inmediata hay que reducir el campo visual, tal como hacen cuando persiguen a una presa los depredadores, que para eso tienen los ojos juntos al frente de la cabeza. Pero enseguida se necesita una percepción como la de los ciervos, cuyos ojos, dispuestos lateralmente, les permiten sobrevivir gracias a su visión panorámica.
Los desastres tienen ramificaciones complejas, perdurables, no siempre evidentes. Si el consabido aleteo de una mariposa es capaz de provocar una tormenta, ¿qué huracanes, aun cuando ya estemos vacunados, nos zarandearán de resultas de esta pandemia? En la era de la flexibilidad laboral extrema, los jóvenes que accedan a su primer trabajo lo harán en peores condiciones y sin haber solucionado el acceso a la vivienda. Dice con acierto Rebecca Solnit, en Un paraíso en el infierno, que los desastres son identificadores de conexiones. Y en los primeros meses de la crisis sanitaria (re)descubrimos la situación laboral del personal médico, las deficiencias en los geriátricos, el impacto del confinamiento en los aquejados de enfermedades mentales o en casas con algún familiar dependiente, la brecha digital entre alumnos, la mala calidad habitacional de muchas viviendas, etcétera. Los desastres exponen las desigualdades inherentes al orden establecido y exacerban sus efectos. Estaban allí, aunque fuera del campo visual prioritario de la agenda política.
En tiempos aún precovid leí el ensayo Nomadland de Jessica Bruder (traducido recientemente como País nómada). La expresión “ir sobre ruedas” indica que algo marcha bien, pero en este libro lo que rueda son los hogares ambulantes de una generación de estadounidenses expulsados a los márgenes por la crisis financiera de 2008. En autocaravanas y furgonetas cruzan Estados de norte a sur, o de costa a costa, encadenando trabajos temporales. Algunos de ellos preparan las sonrientes cajas de los centros logísticos de Amazon, sirven comida en puestos turísticos o descargan remolacha. La vida en la intemperie les sobrevino por la pérdida de sus ahorros, las deudas contraídas con hipotecas y tarjetas de crédito o el desempleo. Personas sin cobertura en edad de jubilación que siguen batiéndose el cobre a cambio del salario mínimo. También hay quienes desertaron porque les alcanzó un cataclismo —la muerte de un ser querido, una separación, una depresión crónica— sin haber logrado crearse una red de seguridad suficiente para resistir traumas en principio superables. Cada desastre deja una estela de individuos descolgados. A veces regiones enteras. Con el tiempo, los Gobiernos de turno aseguran haberse recuperado del tropiezo. Se apoyan en cifras macroeconómicas de crecimiento observadas con mirada depredadora; esto es, sin ver más allá de un estrecho ángulo de visión, aunque “ser humano significa anhelar algo más que la mera subsistencia. Además de alimento y cobijo, necesitamos esperanza”, concluye Bruder.
Se acaba de estrenar, dirigida por Chloé Zhao, la adaptación cinematográfica de este ensayo. No aparecen mascarillas, reuniones vía pantalla o distanciamiento social, pero parece la película sobre la pandemia filmada antes de la pandemia. Ambientada en 2011, la protagonista, Fern (Frances McDormand), pierde de un tirón a su marido (por enfermedad) y su trabajo y hogar (por la crisis). Cuando cierra la mina que insuflaba vida al pueblo de Empire, todo él desaparece, incluido su código postal. Esta historia real ha quedado congelada en imágenes de Google Maps, con coches aparcados frente a las casas. Y mientras esa explotación minera se desmantelaba, a unos kilómetros de allí abría un colosal centro de distribución de Amazon, el paradigma de la nueva economía digital. El segundo empleador privado del país es también un ejemplo de la denominada paradoja de la innovación, presente en los modelos empresariales de muchas plataformas. En esencia, se trata de copiar los de siglos pasados, en que una gran masa laboral compite en tareas relativamente poco cualificadas, pero ahora al dictado de nuestros clics y los algoritmos. Haciendo de la necesidad virtud, Fern se monta en su furgoneta para salir a campo abierto y mezclarse con nómadas, peregrinos o exiliados de este siglo XXI, dominado por el horizonte laboral de las tres íes: incierto, inestable, inseguro.
A finales de la década pasada el 40% de los jóvenes europeos estaban atrapados en un ciclo de trabajos temporales y mal remunerados. Con la incógnita todavía por desvelar del verdadero alcance económico, social y psicológico que tendrá esta pandemia, el dilema no es el ocurrente “comunismo o libertad”, más aún cuando lo segundo incluye a menudo una puerta giratoria que permite entrar a unos pocos y expulsar a muchos. Toda disyuntiva que presupone un nosotros y un vosotros contiene implícito un sálvese quien pueda y un reguero de personas descolgadas.
Marta Rebón es escritora y traductora.