Memoria y patrimonio democrático
El proyecto que el Gobierno enviará al Parlamento es una nueva oportunidad para afrontar tareas todavía pendientes sobre la relación de España con su propia historia y sería trascendente un amplio consenso
Todo parece indicar que el Gobierno no tardará en enviar al Parlamento el proyecto de ley de memoria democrática para su tramitación legislativa. La iniciativa retoma el camino ya iniciado en el año 2007 por el Gobierno del presidente Zapatero con la aprobación de la ley de memoria histórica.
El Congreso de los Diputados se encontrará así ante una nueva oportunidad para afrontar tareas que, tras más de 40 años de democracia recuperada, todavía ...
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Todo parece indicar que el Gobierno no tardará en enviar al Parlamento el proyecto de ley de memoria democrática para su tramitación legislativa. La iniciativa retoma el camino ya iniciado en el año 2007 por el Gobierno del presidente Zapatero con la aprobación de la ley de memoria histórica.
El Congreso de los Diputados se encontrará así ante una nueva oportunidad para afrontar tareas que, tras más de 40 años de democracia recuperada, todavía siguen pendientes sobre la tensa y asimétrica relación que mantiene España con su propia memoria. Especialmente, con la de uno de sus mayores abismos históricos; el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, la guerra y la represión franquista posterior a 1939.
Desde ese punto de vista, el debate nos coloca de nuevo ante una de las más evidentes heridas que todavía perduran desde aquel tiempo; la de las miles de personas que continúan enterradas en fosas comunes o cunetas sin localización conocida, impidiendo así que sus familiares puedan otorgarles algo tan sencillo como un tributo de memoria y la ceremonia de un entierro digno.
Sin duda alguna, ahí debería situarse el aspecto más relevante de la futura ley; en el mandato legal para que sea el Gobierno quien asuma la responsabilidad principal en la localización y exhumación de las fosas comunes de esas miles de personas que continúan desaparecidas. Cerrar por fin esa herida, asumiendo que sigue siendo una deuda de la democracia, contribuiría de manera decidida a la superación del dolor de los familiares, vivido durante demasiado tiempo entre la soledad y el silencio. Lejos de la más mínima intención de señalamiento o venganza o de cualquier intención de distribución retroactiva de la culpa o de la responsabilidad.
Sería, por todo ello, una muy buena noticia que este proyecto legislativo centralizara en el Gobierno el núcleo competencial de la exhumación de las fosas donde esperan para su localización las víctimas de la represión franquista.
Desde esa perspectiva y en contra del más que probable ruido ambiental que envolverá la tramitación de este proyecto de ley, lo cierto es que también podría entenderse este como una nueva oportunidad para destensar —al menos en parte— algo de la tensa relación que mantiene este país con su propia historia, especialmente con la que resulta políticamente más convulsa y donde tradicionalmente más ideología del presente se vierte en la interpretación del pasado.
En ese contexto, la mayor oportunidad que se abre en términos políticos, lo hace, paradójicamente, para el sector de la derecha española que más combativo fue contra la ley de memoria histórica de 2007. Ojalá sepa ver la enorme oportunidad que tiene ante sí. Ojalá comprenda el inmenso paso adelante que significaría, tanto para ella como para nuestra democracia, que, desde un irreprochable prisma democrático, declarara por fin que siente como propio el dolor de los familiares de las víctimas de la represión franquista. Que el único vínculo que siente con aquellos hechos del pasado es el dolor que todavía provocan en el presente en miles de españoles. Y que, en consecuencia, se suma al consenso de la democracia apoyando al Gobierno —y al Estado— en la tarea de la localización y exhumación de los restos de los republicanos desaparecidos en las fosas comunes y las cunetas de la represión franquista. Ojalá ese sector de la derecha democrática, tan combativo en 2007, supiera ver el paso de gigante que una decisión como esta supondría tanto para ellos mismos como para nuestra democracia.
Entre tanto, acudiremos al debate, conscientes de lo torpes que nos sentimos frente al espejo de los hechos más dolorosos de nuestro pasado. En él, nuestra propia imagen se nos devuelve distorsionada, entremezcla con los asuntos no resueltos y con los dolores todavía vivos. Y estos, a su vez, con nuestras experiencias personales y nuestras historias familiares, con nuestros juicios de valor y los enfoques ideológicos y asimétricos de nuestra mirada. Nos movemos muy incómodos ahí, rodeados siempre por las mismas preguntas.
¿Cuánto tiempo debe pasar para afrontar con garantías de efecto positivo la visita a las zonas más oscuras de nuestro pasado? ¿Cuánta memoria y cuánto olvido requiere la convivencia de hoy y de mañana? ¿Cuánta asimetría es aceptable a la hora de interpretar los distintos hechos dolorosos del pasado? ¿Reconocemos el papel que juegan estos en la conformación de nuestra identidad colectiva o esta solo se dota de contenido con los momentos estelares y las gestas más elevadas de nuestro pasado?
No faltan a nuestro alrededor países que nos muestran el valor que adquiere la elevación a categoría de patrimonio democrático de la memoria de las víctimas de los hechos más desgarradores de la historia. Ese es, precisamente, el gran salto adelante que podría estar esperando al otro lado de esta nueva legislación. Para todo ello, resultaría trascendental que un asunto de esta naturaleza se planteara, se negociara y se aprobara con un consenso político amplio y transversal de las principales fuerzas políticas de nuestro país.
Tendríamos así a mano una relación más sana con nuestro propio pasado. Un nuevo clima en la forma de aproximación a la memoria y la concepción de esta como parte de nuestro patrimonio democrático. Así, quedaría imposibilitado subjetivar con criterios del presente a las víctimas de los distintos totalitarismos o tentativas totalitarias del pasado. No sería posible verter sobre ellas jerarquías —de dolor o de importancia— ordenadas a partir de nuestros esquemas ideológicos, nuestros miedos o nuestros intereses del presente. Nos impediría acelerar en la memoria de unas mientras aceleramos en el olvido de otras. Nos invitaría a considerar a todas ellas —víctimas de la represión franquista, de tentativas totalitarias o de diversas formas de terrorismo— como parte de una memoria situada en el centro de nuestro patrimonio democrático. En el fondo, nos dotaría de un instrumento de reconciliación con nosotros mismos y con los hechos más dolorosos de nuestro pasado.
Ojalá las principales fuerzas políticas sean capaces de ver el inmenso valor que un consenso amplio en esta materia puede llegar a significar para nuestro país. Ojalá lo persigan y ojalá lo alcancen para la aprobación de la futura ley de memoria democrática.
Eduardo Madina es exdiputado socialista en el Congreso.