Columna

Inocencia perdida

En el ámbito internacional el prestigio de EE UU, y por extensión de la democracia, han salido mal parados. Restaurar la credibilidad requerirá la incriminación de su presidente

Partidarios de Donald Trump durante el asalto al Capitolio de Estados Unidos, el pasado 6 de enero.SAUL LOEB (AFP)

Los atentados del 11-S al corazón financiero de Estados Unidos representaron un abrupto despertar del pueblo estadounidense a los ciclos inclementes de la historia. Cayó la imagen de cumbre inexpugnable frente a las amenazas exteriores, consolidada al finalizar la Guerra Fría. Llegó el fin de la inocencia.

Igualmente, el asalto al Capitolio el día de la Epifanía (se manifestó la demencia desesperada de Trump, carbón para el Partido Republicano) ha supuesto el fin del “excepcionalismo” estadounidense en su variante moralizante de democracia sin par. Las imágenes de hordas variopintas rom...

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Los atentados del 11-S al corazón financiero de Estados Unidos representaron un abrupto despertar del pueblo estadounidense a los ciclos inclementes de la historia. Cayó la imagen de cumbre inexpugnable frente a las amenazas exteriores, consolidada al finalizar la Guerra Fría. Llegó el fin de la inocencia.

Igualmente, el asalto al Capitolio el día de la Epifanía (se manifestó la demencia desesperada de Trump, carbón para el Partido Republicano) ha supuesto el fin del “excepcionalismo” estadounidense en su variante moralizante de democracia sin par. Las imágenes de hordas variopintas rompiendo cristales e individuos a lo Village People tomando el Senado acabaron con el ideal de 200 años de armonía. Los bárbaros, que esta vez profanaban el corazón fundacional del país, no provenían de un lugar remoto, sino del propio tejido social, enardecidos por la máxima autoridad electa, el presidente. Un shock de difícil digestión. De nuevo, la inocencia perdida.

Y por extraño que parezca, estás mismas imágenes normalizan la democracia en su imperfección. Ponen de relieve que la estadounidense es incompleta, como otras tantas. En este sentido, nunca dejó de serlo. Los sucesos del Capitolio entroncan con un pasado de supremacismo blanco brutal e intransigente hacia aquellos cambios que alterasen su statu quo. Las transformaciones demográficas, y su reflejo actual en la pérdida de dos escaños definitivos a favor de los demócratas en el Estado de Georgia, han reavivado la pulsión.

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Pero no nos abandonemos al confort de los estereotipos, por muy tranquilizador que resulte etiquetar la causa. El trumpismo no es un fenómeno exclusivo del “privilegio del hombre blanco”. Los análisis electorales muestran un panorama político de perturbadora complejidad, una coalición arcoíris de derechas, apunta el profesor Yasheng Huang, que atraviesa diferentes categorías económicas, étnicas, y sociales. En noviembre, aquellos grupos a los que Trump vilipendió a lo largo de cuatro años, han incrementado su apoyo. El movimiento Black Lives Matter, la proclama del muro antinmigración, el cierre del país a musulmanes, la retórica misógina, no han impedido un aumento de votos entre musulmanes, asiáticos, latinos, varones afroamericanos, mujeres blancas e hispanas de los Estados fronterizos con México.

EE UU está dividido en sus entrañas y el Partido Republicano, a su vez, fragmentado en dos. Según un sondeo publicado por The Economist, el 45% de los votantes republicanos defendían las acciones de los insurrectos frente a un 43% que se oponía, y un 58% pensaba que las protestas fueron “más pacíficas que violentas”. En el ámbito internacional el prestigio de la potencia estadounidense y por extensión de la democracia como forma de gobierno han sido mal parados. Restaurar la credibilidad, que no la inocencia, requerirá una incriminación que conduzca a la marginación definitiva del mandatario. La supervivencia política de Trump supone un grave riesgo.

@evabor3

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