Tribuna

6 de enero, síntoma de un problema sistémico

El asalto al Congreso no es el simple fruto de un presidente aberrante, sino también de la creciente desigualdad, la propagación del discurso del odio en Internet y una dinámica de fracaso institucional

Raquel Marín

En 1787, los miembros de una milicia armada que había peleado en las tierras fronterizas del oeste de Massachusetts intentó asaltar y capturar un arsenal federal. Este incidente, el clímax de la llamada Rebelión de Shays, fue uno de los factores inmediatos que precipitaron el Congreso de Filadelfia en el que se redactó la Constitución de EE UU. La nueva nación necesitaba un Gobierno central con la fuerza suficiente para mantener el orden y la Rebelión de Shays había demostrado que no la tenía.

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En 1787, los miembros de una milicia armada que había peleado en las tierras fronterizas del oeste de Massachusetts intentó asaltar y capturar un arsenal federal. Este incidente, el clímax de la llamada Rebelión de Shays, fue uno de los factores inmediatos que precipitaron el Congreso de Filadelfia en el que se redactó la Constitución de EE UU. La nueva nación necesitaba un Gobierno central con la fuerza suficiente para mantener el orden y la Rebelión de Shays había demostrado que no la tenía.

Los extraordinarios sucesos de la semana pasada en Washington DC nos escandalizaron, pero no era la primera vez que ocurría algo así. Los extremistas antigobierno que organizan ataques contra las instituciones del Estado han aparecido a través de la historia de nuestro país de forma intermitente; quizá nunca se habían sentido tan directamente jaleados por un presidente en activo. EE UU presume de que es la democracia más antigua del mundo y en la práctica lo es, aunque los autores de la Constitución prefirieron llamarla república. Temían por igual las pasiones descontroladas de la población y el poder del Gobierno central. Así que diseñaron un sistema pensado para contener ambas cosas.

El Congreso se reunió el 6 de enero debido a una característica peculiar del sistema estadounidense. La Constitución se redactó de forma que daba más poder a los Estados que al Gobierno nacional; de ahí el nombre oficial del país. Los Estados controlan el proceso electoral. En las primeras décadas de nuestra historia, el voto estaba circunscrito esencialmente a los propietarios blancos y varones y, aun así, la idea de escoger directamente a los cargos públicos les resultaba inquietante a los agricultores. El diseño original del sistema preveía que fueran las cámaras legislativas de los Estados las que eligieran a los senadores. En cuanto a los miembros de la Cámara de Representantes, los elegían los ciudadanos de sus circunscripciones, pero los límites de esas circunscripciones los decidían las Cámaras de los Estados. Al presidente lo elegía (y lo elige) un órgano denominado Colegio Electoral, formado por compromisarios escogidos temporalmente por cada Estado. Lo que asaltó la turba de partidarios de Trump fue la reunión que celebra el Congreso cada cuatro años para ratificar los votos de ese Colegio Electoral.

Los sucesos que vimos la semana pasada son síntoma de un problema grave, ¿pero qué problema exactamente? Si se tratara de que tenemos un presidente completamente aberrante y malvado, en cierto sentido, sería algo positivo. Donald Trump va a dejar su cargo dentro de unos días, si no le obligan a dimitir antes. La prueba de fuego de un sistema político no debe ser si puede impedir que una persona terrible ocupe un alto cargo, sino si es capaz de resistir a pesar de ello. Quizá es lo que ha pasado en este caso. No debemos olvidar que, en noviembre, votó pacíficamente un número récord de estadounidenses. Los tribunales han rechazado numerosos intentos de Trump de anular los resultados de esa votación. La víspera de que la turba irrumpiera en el Capitolio, se celebraron en Georgia unas elecciones sin incidente alguno, a pesar de las provocaciones de Trump. Y el Congreso, pocas horas después del asalto, volvió a reunirse, debatió y aprobó ratificar el resultado de las presidenciales. En su mayoría, las defensas aguantaron.

Pero es probable que lo que hemos visto sea síntoma de un problema sistémico, o de varios que se entrecruzan. El más obvio es que una parte de la población estadounidense se siente al margen, no tiene ninguna lealtad hacia nuestras leyes e instituciones y es propensa a abordar las discrepancias políticas como una feroz enemistad. Sería ingenuo y ahistórico pensar que ese factor no existía antes en nuestro país, pero hoy parece especialmente amplio y agresivo. ¿Cómo hemos llegado a ello?

Se me ocurren unos cuantos motivos. Uno es el fenómeno global del aumento de las desigualdades. En los últimos 40 años, los frutos del desarrollo económico han ido a parar de forma desproporcionada a un pequeño grupo que está en la cima y eso ha hecho que millones de personas de clase media y trabajadora se sientan atrapados, frustrados y traicionados. Es un problema con una fuerte dimensión geográfica: las grandes áreas metropolitanas son relativamente prósperas, pero el campo no. Otra causa es que los medios de comunicación, en la era de Internet, forman un sistema inmenso, rápido y sin regular en el que cualquiera puede publicar o recibir cualquier cosa, sea cierta o no. Es terreno abonado para el discurso del odio, las teorías de la conspiración y las mentiras capaces de empujar a la gente a la acción. Y otro motivo más es que las instituciones sólidas están siendo sustituidas por mercados fluidos, lo que crea una dinámica propia de fracaso institucional que genera desconfianza.

EE UU posee un sistema de partidos especialmente duradero: no tenemos más que dos grandes partidos que se han repartido el primer y el segundo puesto en todas las presidenciales desde hace 160 años. Hasta los años sesenta del siglo XX, el Partido Demócrata era una extraña alianza de la clase trabajadora urbana y el sur blanco conservador, que estaba resentido por la derrota en la guerra de Secesión. Cuando los demócratas asumieron los objetivos del movimiento de los derechos civiles, el Partido Republicano empezó a arrebatarles ese voto blanco sureño hasta apoderarse de él por completo. El proceso lo convirtió en un partido mucho más conservador y apoyado en otra alianza también extraña, la de los intereses empresariales y la masa blanca menos próspera y menos culta. Trump consiguió la nominación en 2016 gracias a que supo explotar muy bien el resentimiento de los votantes republicanos por la postura de la dirección del partido en favor del mercado y del liberalismo cultural. Es evidente que los líderes republicanos no saben cómo ganarse la lealtad de sus votantes sin recurrir a los métodos de Trump.

Ahora, en EE UU, da la impresión de que todo el mundo reclama el fortalecimiento de nuestra democracia. Está muy bien —mucho mejor que suponer que ya tiene esa fortaleza—, pero es importante no olvidar que la democracia puede adoptar muchas formas. En un país grande y variado es inevitable que haya grandes diferencias y siempre existe la posibilidad de que una parte importante de la población tenga unas inclinaciones políticas verdaderamente dañinas. Una democracia debe contar con una gran participación, pero también con fuertes medidas de protección contra la posibilidad de que partes importantes de la población reaccionen de forma radical e inmediata a emociones intensas. Un Gobierno representativo constituye un amortiguador esencial. También lo son unos partidos políticos fuertes y relativamente disciplinados. Y también un entorno saludable en el que emitir opiniones e informaciones políticas.

Dentro de un mes, casi con toda seguridad, nuestra democracia parecerá más funcional que ahora. Pero no por eso debemos dar por concluido el debate. Las grandes tareas pendientes más importantes que tiene el país —lograr una economía más equitativa, unas instituciones más justas y fuertes dentro y fuera de la Administración, más confianza social y un mayor consenso sobre la realidad— tardarán mucho en culminarse. No debemos consentir jamás que se distraiga la atención, ineludible y constante, de lo que sucedió la semana pasada.

Nicholas Lemann escribe para la revista The New Yorker desde 1999 y es decano emérito de la Facultad de Periodismo de Columbia.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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