Tribuna

Hablemos de refugiados climáticos

El calor, la escasez de agua potable y la subida del nivel del mar irán expulsando población de las ciudades y, para entonces, la vuelta a las zonas rurales (de las que han huido antes) no será opción

Lago seco cerca de Uagadugú, capital de Burkina Faso.YODA Adaman (Unsplash)

Al final de este artículo explicaré su título, pero antes he de hablar sobre los desplazamientos y migraciones que el cambio climático está provocando. Nos faltan muchas cosas por saber acerca de estos movimientos humanos, pero algunas sabemos ya. Lo primero que se ha de señalar es que los impactos climáticos, tales como la pérdida de rentabilidad de los cultivos, las sequías cada vez más prolongadas o las lluvias cada vez más dañinas, que ...

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Al final de este artículo explicaré su título, pero antes he de hablar sobre los desplazamientos y migraciones que el cambio climático está provocando. Nos faltan muchas cosas por saber acerca de estos movimientos humanos, pero algunas sabemos ya. Lo primero que se ha de señalar es que los impactos climáticos, tales como la pérdida de rentabilidad de los cultivos, las sequías cada vez más prolongadas o las lluvias cada vez más dañinas, que obligan al abandono de muchas zonas rurales en las franjas tropicales del planeta, están provocando, por ahora, más desplazamientos internos que migraciones. Las ciudades que se encuentran entre los trópicos crecen de forma desmesurada, y lo hacen principalmente por el flujo constante de personas que abandonan las zonas rurales para buscar la supervivencia en los suburbios de esas ciudades. Por ejemplo, las urbes subsaharianas más importantes, como Dar es-Salaam, Kampala, Adís Abeba, Kinsasa o Lagos, están entre las de mayor crecimiento del mundo, y lo mismo ocurre con las del Sur y Sudeste de Asia. Unos 60 millones de personas hacen cada año ese tránsito de las áreas rurales a las ciudades (un tránsito que ahora se produce muy mayoritariamente en las zonas tropicales). Ese dato supera con creces el de las migraciones, ya que a nivel mundial emigran menos de seis millones de personas cada año (después de descontar los retornos), de modo que, por cada persona que emigra, hay diez que se van a las grandes urbes sin salir de su país.

Por lo que se refiere a las migraciones, podemos decir que el componente climático de buena parte de ellas es ya evidente. En África occidental tenemos dos países, Malí y Burkina Faso, de los que ha emigrado el 7,1% de su población, mientras que la media de emigración de los países de la región es del 2,4%. Se trata de dos países del Sahel en los que los terrenos de pasto y cultivo van deteriorándose y desapareciendo de forma muy acusada. El desierto del Sáhara avanza cada día un metro hacia el Sur, los acuíferos subterráneos sufren un encogimiento acelerado y las lluvias son escasas y cada vez más torrenciales y extemporáneas (y, por tanto, menos útiles para los cultivos). Mucha gente está abandonando sus hábitats a medida que van desapareciendo. De esos dos países sahelianos han emigrado unos tres millones de personas (la quinta parte son refugiados que han huido de los conflictos) y lo significativo es que el 94,5% lo ha hecho hacia otros países de la misma región, los costeros; solo el 5% ha emigrado a Europa. Podemos decir que la emigración de los países del Sahel tiene un componente climático evidente, pero apenas sale de la región.

En el Cuerno de África todos los países están muy afectados por el cambio climático, pero de los tres mayores países de la región, Etiopía, Kenia y Uganda, solo ha emigrado el 1% de la población. Mucho más importantes son los desplazamientos internos desde las zonas rurales a las ciudades, especialmente en el caso de Etiopía, donde la desaparición de tierras de cultivo y de pasto es acelerada. En cambio, de los dos países que sufren los efectos climáticos más devastadores, Sudán y Somalia, ha emigrado el 7% de la población. Pero de nuevo he de decir que se trata de una emigración que también se queda principalmente en África. Del resto de África oriental, el país que más emigración ha emitido es Mozambique, y también se vislumbra su componente climático, ya que las inundaciones cada vez más destructivas están obligando al abandono de muchas zonas rurales, pero una vez más los datos nos dicen que es una emigración que va a otros países de la misma región (el 91%).

Asia del Sur, el Sudeste Asiático, América Central y otras regiones tropicales nos muestran realidades parecidas. Se revela que ya hay migraciones climáticas, aunque apenas las veamos en Europa porque solo nos llegan en una proporción pequeña y difícil de evaluar. Quienes reciben esas migraciones climáticas, así como los desplazamientos internos, son las ciudades, sobre todo las costeras, de las regiones mencionadas, lo que augura una segunda fase en la que las migraciones climáticas deberán salir de esas regiones. El calor, la escasez de agua potable y la subida del nivel del mar irán expulsando población de las ciudades y, para entonces, la vuelta a las zonas rurales (de las que han huido antes) no será opción. En esa fase las migraciones climáticas se repartirán más por el mundo y una parte de ellas llegará a Europa. Todo ello tendrá una dimensión mayor o menor dependiendo de lo que dejemos crecer el calentamiento global, es decir, dependiendo de lo que tarden los Gobiernos en adoptar las “medidas urgentes y a una escala sin precedentes” que el Grupo Intergubernamental de Expertos de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (IPCC) les ha exigido.

Esa última frase nos lleva ya al título del artículo. ¿Por qué debemos aplicar el término refugiados a los migrantes climáticos? Las migraciones climáticas son forzadas, igual que las de huida de un conflicto bélico: la gente huye de un hábitat que desaparece porque sólo así puede salvar su vida. Esto nos acerca a la idea que tenemos sobre los refugiados, pero hay otro aspecto aún más importante. El cambio climático no es un fenómeno natural, es la consecuencia de una determinada acción política. Los Gobiernos de todo el mundo llevan 30 años haciendo acuerdos climáticos que sistemáticamente han incumplido. El inicio podríamos situarlo en 1988, cuando se celebró en Toronto una cumbre mundial en la que se reconoció la necesidad de recortar las emisiones de gases de efecto invernadero un 20% entre ese año y el 2005. Por entonces estábamos emitiendo unas 35 gigatoneladas al año; ahora emitimos 57 gigatoneladas, de modo que en lugar de reducirlas un 20% las hemos aumentado un 63%, y así seguimos. Dentro de un tiempo, cuando los impactos climáticos sean ya devastadores y generalizados, la acción de los Gobiernos durante estas pasadas décadas solo podrá ser definida como criminal. Ahora (desde el año pasado, podríamos decir), hay muchos más compromisos gubernamentales de acción climática, pero siguen siendo insuficientes y contradictorios; solo hay que ver que seguimos peleándonos por el petróleo y el gas de Chipre, del Ártico y de otros lugares; o que seguimos subvencionando los combustibles fósiles (a ellos ha ido a parar el 52% de las ayudas al sector de la energía aportadas en los países del G20 a causa de la pandemia, según Energy Policy Tracker). La recomendación que hizo la Agencia Internacional de la Energía en el 2012, de dejar dos terceras partes de las reservas conocidas de combustibles fósiles en el subsuelo para siempre, no está aún en la agenda.

Los migrantes climáticos son víctimas de esa acción política, y esto es lo que les hace merecedores de protección internacional. El término refugiado es el que mejor conecta con la idea de que una persona que sufre las consecuencias de una acción política criminal debe ser protegida por el Gobierno de cualquier país. Por eso, hablar de refugiados climáticos es pertinente, ya que, en definitiva, lo que hacemos al usar ese nombre es reivindicar una protección que, según nuestros estándares sobre derechos humanos, merecen las víctimas de toda acción política contraria a esos estándares.

Miguel Pajares es antropólogo social y autor de Refugiados climáticos, un gran reto del siglo XXI (editorial Rayo Verde).

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