Columna

Visca el català!

Las batallas de la política con excusa lingüística suelen ser miserables: apelan a sentimientos profundos, elevan anécdotas a categoría y se empeñan en dividir a la ciudadanía

Varios niños de tres años en una clase de catalán de un colegio público de Barcelona.(c)Carles Ribas

Las batallas de la política con excusa lingüística suelen ser miserables. Porque apelan, muchas veces frívolamente, a sentimientos profundos, elevan anécdotas a categoría y se empeñan en dividir a la ciudadanía.

Pero también porque distorsionan la realidad. La convivencia de lenguas en la democracia española es un éxito. Los casos de conflicto —aunque mínimos, ninguno merece desprecio— son más bien episódicos o anecdóticos. Y el castellano o español ha salido final y dignamente indemne de los intentos de utilizarlo como punta de lanza del nacionalismo agresivo y centralista que procuró ...

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Las batallas de la política con excusa lingüística suelen ser miserables. Porque apelan, muchas veces frívolamente, a sentimientos profundos, elevan anécdotas a categoría y se empeñan en dividir a la ciudadanía.

Pero también porque distorsionan la realidad. La convivencia de lenguas en la democracia española es un éxito. Los casos de conflicto —aunque mínimos, ninguno merece desprecio— son más bien episódicos o anecdóticos. Y el castellano o español ha salido final y dignamente indemne de los intentos de utilizarlo como punta de lanza del nacionalismo agresivo y centralista que procuró la dictadura.

Y en el caso que absorbe más polémicas periódicas, el catalán, sucede lo mismo: nunca como hoy más personas han hablado y escrito en este idioma; nunca su lengua gozó de mayor prestigio; nunca la escuela fue más exitosa en brindarlo a todos sus usuarios, y nunca los escolares catalanes mostraron mejor dominio que sus pares en el manejo del castellano. Y con roces escasísimos. De los 5.027 centros escolares de Cataluña, se cuentan con los dedos los que han vivido fricciones significativas.

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Tanto la desaparición o decadencia del castellano en Cataluña (que pretendieron combatir Juan Ramón Lodares y otros filólogos) como la tendencia irreversible a la desaparición del catalán (pronosticada por el manifiesto victimista de Els Marges en 1979 y el xeno-escéptico Koiné en 2016) son ficción sin apoyatura de datos.

Desde hace decenios se registra un intenso paralelismo entre dos procesos, autónomos, pero coétaneos —lo que algo deberá a la arquitectura del Estado democrático de las autonomías—: la expansión, también internacional, del español y la normalización y ampliación del conocimiento de todos los idiomas de los españoles. Tienen el castellano como lengua materna 483 millones de personas, lo emplean 580 millones y casi 22 millones lo estudian como lengua extranjera (2019); el 94,63% de los catalanes entiende el catalán (2013), más del 80% lo habla y lo lee; más del 60% lo escribe, lo que cuatriplica la cifra de 1980. Ese paralelismo sugiere que ambas expansiones funcionan sin menoscabo mutuo, que no hay suma cero, que ambos idiomas —y, sobre todo, sus dueños— son ganadores.

Todo admite mejora. Pero nada desde la inquina, el menosprecio, la ignorancia o el síndrome de superioridad.

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