Columna

Viejos dilemas

Por muy lujosa que fuera, las veces que he estado de visita en una residencia de ancianos, no he visto el momento de irme

Un hombre charla con su madre, ingresada en una residencia de ancianos de Valencia.Monica Torres

No tuve la suerte o la desgracia de tener que ingresar ni a mi padre ni a mi madre en una residencia. Digo suerte porque eso significaría que podrían seguir vivos. Digo desgracia porque decidirlo me hubiera planteado un terrible dilema. No dio tiempo. Murieron antes y, muertos los viejos, se acabó el problema. Obsérveseme el desapego y la soberbia. El desapego es porque de eso hace el tiempo suficiente para no mojar el teclado con mis lágrimas. La soberbia, porque hablo de mí y no de ellos. Yo, mí, me, conmigo. Egoísta soy un rato, pero en esto no creo errar el tiro si amplío el punto de mira....

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No tuve la suerte o la desgracia de tener que ingresar ni a mi padre ni a mi madre en una residencia. Digo suerte porque eso significaría que podrían seguir vivos. Digo desgracia porque decidirlo me hubiera planteado un terrible dilema. No dio tiempo. Murieron antes y, muertos los viejos, se acabó el problema. Obsérveseme el desapego y la soberbia. El desapego es porque de eso hace el tiempo suficiente para no mojar el teclado con mis lágrimas. La soberbia, porque hablo de mí y no de ellos. Yo, mí, me, conmigo. Egoísta soy un rato, pero en esto no creo errar el tiro si amplío el punto de mira. Por enfermedad, por dependencia, por falta de medios, porque no encajan en el día a día de nadie, no suelen ser los ancianos quienes deciden dónde pasar sus últimos años de vida, sino aquellos a quienes les dieron la suya. Su voz, muchas veces, no es la determinante. Algunos promueven o aceptan la sentencia de los hijos con agrado para no ser una carga para ellos. Otros, la acatan con resignación por lo mismo. Porque es ley de vida, porque es lo que toca, porque es lo que tiene llegar a viejo. No quiero ni pensar lo que rumian esas cabezas el resto de sus días mientras hacen puñetas en los sillones de la sala de la tele.

Por muy lujosa que fuera, las veces que he estado de visita en una residencia de ancianos, no he visto el momento de irme. Quizá porque nadie quiere saber lo que le espera, por suerte o por desgracia, a la vuelta de las décadas. Aún hoy, a los 50, las amigas bromeamos con que nuestros hijos van a pagar nuestras ausencias y desvelos metiéndonos en un asilo. Pero ya no nos hace tanta gracia como a los 40. En 2020, más de 20.000 mayores han muerto solos en residencias por coronavirus. No quiero creer que nadie quisiera dejarles morir sin asistencia hospitalaria pudiendo habérsela dado. Pero también sé que son siempre los últimos de las listas. Y que su voz, otra vez, no ha sido escuchada.


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