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Elecciones México
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una defensa de la decepción

Las ideas de la mayoría de los denominados expertos parecieran estar más cerca de sus deseos íntimos que del análisis de la realidad que los rodea

permisología
francescoch (Getty Images)
Emiliano Monge

“El día de hoy hemos terminado de no entender nada”, podría ser el titular de muchos de los artículos de opinión que estos días llenarán las páginas de los periódicos y los espacios de la radio y la televisión, pienso observando, como si fueran diapositivas de otra época, otro país o incluso otra realidad, a los invitados a las mesas de debate tras las elecciones de este domingo.

Monsiváis lo pensó mucho mejor, cuando aseveró: “O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba yo entendiendo”. Y es que esta sentencia radiografía a la mayoría de los denominados expertos, cuyas ideas parecieran estar más cerca de sus deseos íntimos que del análisis de la realidad que los rodea; esa misma que, en el mejor de los casos, no entienden, y, en el peor, pasó de largo hace mucho tiempo, sin que se dieran cuenta.

Lo peor, igual, no es no entender o no dar con aquello que se entendía, es decir, asumir que la época, el país y la realidad que se piensan serán siempre la época, el país y la realidad en la que se vive, sino aferrarse a una negación ciega. Y es que se puede aceptar casi todo, pero no el infantilismo intelectual, el berrinche del pensador reconvertido en niño sin mamila. Y no se puede aceptar porque es un tanto soberbio, aún más clasista, patéticamente terco y groseramente despótico.

Que aquel que cuenta con un espacio de magnificación de su opinión, utilice ese espacio para lanzar palabras que no son más que la autoafirmación desesperada de una presupuesta superioridad intelectual, moral o política es un eclipse de la razón y es, esto es lo peor y es, también, otra de las cosas que no pareceríamos entender o que no somos capaces de saber que están ahí, una de las explicaciones del espacio, del enorme abismo que se ha abierto entre quienes hablan en voz alta y quienes lo hacen en voz baja —y acá caben los que pegan de gritos en las redes sociales, al tiempo que se convencen de que la pluralidad no es más que ese pequeñísimo sitio en el que los ha encerrado su propio promt.

Es verdaderamente esperpéntico ver a aquellos que han llegado ahí a donde han llegado en nombre, supuestamente, de las ideas, gritar en cadena nacional; llorar, incluso, a moco tendido —no nos llamemos a engaño: el México por el que se desgañitan no es el México real, acaso sea, insisto, el de una fantasía, el de esas pequeñísimas burbujas que, alimentadas por el ego y el amor propio, terminan por pretender países aparentemente inmensos y, claro, inconmensurablemente puros, pero que no son—, mientras se reclama, se insulta y se hace escarnio del votante que, ¡vaya insolencia!, ¡vaya desobediencia congénita!, ¡vaya malagradecimiento desarrapado!, recién encumbró, con una mayoría descomunal, la opción electoral que el neodoliente repudiaba.

Entre otras frases que esta vez aparecieron entre ese vómito de la animadversión que casi siempre deja tras de sí la embriaguez de la incredulidad, frases construidas y echadas al mundo en esos instantes en que la frustración se alinea con la impotencia, dejando asomar la rabia en tiempo real —¡cómo puede ser que no piensen como yo!, ¡cómo puede ser que solo yo vea todo así como lo veo yo!, ¡cómo puede ser que el mundo no sea yo!—, hay una que se repite una y otra vez, una frase que se derrama, además, sobre los otros, es decir, los lectores, radioescuchas o televidentes, muchos de los cuales, sin pensar demasiado en la gravedad de las palabras, también la lanzan, evidenciando su propia impotencia: “ya se arrepentirán”. O, en su versión violento-pasiva: “a ver si no vuelves a decepcionarte”.

Este es el asunto del asunto, para decirlo claro, pues en este particular se condensa lo que, al parecer, también somos, así como la forma en que nos relacionamos con los otros y con esa realidad que tanto urge volver a mirar y volver a comprender. Y es que más allá de la amargura, el revanchismo y la ira agazapadas en palabras como “ya se arrepentirán” o “a ver si no vuelves a decepcionarte”, es decir, más allá de la pataleta frustrada e inyectada de impotencia intelectual y emocional en que se ahoga el derrotado del megáfono —más allá, también, claro, de la actitud con la que, en general, responde el ganador del otro megáfono, es decir, ese que no llora, pero ríe tan grotesca, patética e impunemente como el primero: “te quedarás esperando”—, hay una presunción errónea.

La presunción, me refiero, de que el arrepentimiento, de que la decepción es algo intrínsecamente malo; algo espantoso, terrible y peligroso, algo de lo que se debe rehuir siempre. Algo que no debe tocarse porque nos puede convertir en estatuas de piedra, en el mejor de los casos, o, en el peor de los casos, en incongruentes, peor aún, en contradictorios, esa palabra que la derecha puso de moda para eliminar ciertos gestos de la izquierda y que la izquierda puso de moda para eliminar ciertos gestos de la derecha, como si no fuéramos, todos, ya lo dijo aquel sabio entre sabios, poco más que la administración de nuestras propias contradicciones.

Si queremos entender, de nueva cuenta, si queremos que aquello que entendíamos vuelva a estar aquí, una vez más, delante o a un lado o detrás de nosotros, en calidad de realidad y no de quimera, tenemos que empezar por aceptar que el arrepentimiento y la decepción no sólo son parte de la vida y de la propia realidad, sino que son, en última y más importante instancia, la única esperanza que le queda a las democracias y a los pueblos, porque son su único combustible renovable, tal vez, incluso, su única energía limpia.

Y es que la decepción y el arrepentimiento, tanto de los votantes derrotados como de los votantes que resultan victoriosos —esas que, en efecto, suelen llegar en cámara más lenta y que, no debemos olvidar, pueden estar en extremos opuestos durante la siguiente elección— es, hoy en día, la única arma de destrucción masiva que tienen los gobernados para amenazar a los gobernantes. La decepción es, pues, el único factor real de poder de los gobernados.

Nuestra decepción nos separa de las autocracias electivas: debería ser, por esto, una actitud que no sólo sea posible, sino deseable en todo momento; una forma de enfrentar al mundo y al presente y no una manera de temerles y rehuirles. Cada cosa que alimenta nuestra decepción es, en potencia, una que alimenta el inconformismo o, para usar una palabra incluso más adecuada, la transformación.

En este mundo moderno, hiperconectado e hiperacelerado, en el que nos hallamos atrapados en embudos que sólo devuelven alegrías instantáneas, cien veces conocidas e impalpables, no sólo en el espacio de lo tangible, también en el del tiempo, será de la decepción de donde vuelvan a nacer la actitud y el pensamiento críticos.

Y es que sólo la decepción, reconvertida en espíritu crítico e inconformismo, hará que el gobierno siguiente sea mejor que el que se va, dando lugar a la exigencia de no repetición de los errores más flagrantes y obscenos de cada administración, errores que, paradójicamente, habrán motivado alguna decepción.

Errores como la militarización, el trato deshumanizado a los migrantes, la negación de la tragedia de los desaparecidos, el manoseo de semáforos pandémicos, la destrucción irracional de la naturaleza, el despojo de no pocos territorios, la ceguera ante ciertas violencias, la aparición de nuevas corrupciones…

Por más que lo repitan y que lo deseen los agoreros del “se los dije” —esa muletilla propia de fantasmas que aún no saben que lo son—, la decepción no es un antónimo de la esperanza, sino que es su apellido, el único apellido que hoy, de hecho, puede tener la esperanza.

Así que no se sienta usted mal y empiece, como yo, a decepcionarse de una vez, en este mismo instante, si es que no lo ha hecho ya, pues sólo así será crítico con un gobierno que necesitará eso de todos sus votantes.

Igual, si todos abrazamos nuestra decepción, empezaremos a entender todo otra vez: quiénes somos, cómo es nuestro país y cuál realidad habitamos.

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