La visita de Cayetana Álvarez de Toledo
Queriendo atraer votantes se ha ofendido a los emplazados. ¡Quiénes son los jóvenes mexicanos para que se les haga objeto de insolencias semejantes y de jaleos dignos de mejor causa! Como si se tratara de azuzar a la jauría
Recién he leído en la prensa, con motivo de una asamblea de carácter político proselitista disfrazada de reunión académica, que el conocido empresario que patrocina en Puebla un llamado festival de las ideas ha dicho que “el traer buenos oradores a México es una buena forma de invertir su dinero”. Y vaya si lo es... según se vea. Ya no hay, en efecto, buenos oradores en nuestro país. Hubo un tiempo en que los hubo y a manos llenas. Esperemos que a nuestro potentado no se le ocurra invertir su dinero —y parte del nuestro, pues se sabe que no se siente en el deber de participar en las cargas comunes—, esperemos, decía, que no se le ocurra financiar la visita de emperadores y no solo de oradores. Los hubimos. Y dos a falta de uno. El primero autóctono y el segundo importado, de grandes timbres y altos vuelos. Lástima. Ni aunque fueran buenos, porque de haberlos haylos, aunque por lo regular son malones y se echan a perder muy pronto. El riesgo de no obtener rendimientos y ni aun el retorno de la inversión es altísimo. Más vale no menealle. Recordemos la sentencia de Víctor Hugo: toda intervención empieza en Puebla y termina en Querétaro.
¡Ay, Cayetana...!, como ha dicho Fabrizio. ¡En dónde te has metido, Cayetana! ¡Dónde viniste a dar! Esa es, en efecto, la expresión de asombro y de pena que se hace cuando se ve a alguien en lugar o situación inapropiados. ¡Ay, Cayetana...! Los corifeos que te trajeron sabían que más de uno se llevaría las palmas a la cara y abriría ojos y boca para proferir semejante exclamación. Pero sabían también que un buen número de nuestros intelectuales al uso te aclamaría sin el menor rubor. Fue realmente triste y aún penoso ver a un consagrado escritor y comentarista político alabar tu sublime, incomparable y bellísimo discurso hasta la exaltación, rayana en la cursilería. En un desaforado arrebato, con desprecio de la sindéresis y sin respeto alguno por la pena ajena, como quien tira la piedra y esconde la mano, el diestro crítico calificó tu discurso como una pertinente impertinencia. Vaya, pues... Siendo inadecuado e inconducente, no dejó de ser oportuno, adecuado, conveniente, acertado, indicado, afortunado y propio. Y todo esto dicho en vivo y en televisión abierta, en el noticiario y horario de mayor audiencia, ante el pasmo del entrevistador que no sabía dónde meterse ni cómo explicar o justificar tamaño despropósito.
¡Ay, Joaquín...! Ni modo. ¡Qué le ibas a hacer! Parece que a estos señores hay que pasarles todo, cualquier cosa. Justificarles la que sea. Hasta la ignominia, como cuando el PRI. ¿Te acuerdas?
En fin, Cayetana, que tu intervención no dejará rendimientos. Ni siquiera el retorno del capital. Todo lo contrario. Se ha caído en un error, en una equivocación elemental. Queriendo atraer votantes se ha ofendido a los emplazados. ¡Quiénes son los jóvenes mexicanos para que se les haga objeto de insolencias semejantes y de jaleos dignos de mejor causa! Como si se tratara de azuzar a la jauría. No son maneras para dirigirte, en especial, a tus congéneres, a quienes tengo la impresión de que se han perdido.
Y sin embargo, en apariencia tu discurso fue bueno, Cayetana. Un poco largo, más o menos bien dicho y no tan mal estructurado, aunque no dejó de ser una impertinencia absoluta, sin atenuantes, y una vulgar majadería indigna de tu prosapia. No te preocupes. En peores nos las hemos visto. Vade in pacem, Cayetana.
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