El hombre que pudo ser presidente
López Obrador ha utilizado la investidura presidencial para resolver sus muy personales asuntos. Estamos frente a la subjetivación del poder
En 1888 Rudyard Kipling publicó su relato El hombre que pudo ser rey. Abreviadamente, trata del modo como dos aventureros ingleses se hacen del poder en Kafiristán. Tanto, que uno de ellos termina reconocido como rey. El texto está impregnado de notas coloniales por la virtud de las armas y de la civilización que le será impuesta a los nativos asiáticos. Pero más allá de los elementos que hoy resuenan políticamente incorrectos, contiene una importante lección política.
Los protagonistas del cuento llegan a un pueblo que dominan por la fuerza mediante superioridad de sus armas, y con sus aliados avanzan hacia otro y así sucesivamente. Su dominio en la región se acrecienta de tal manera, que los sacerdotes del lugar se presentan a conocerlos y, por una serie de coincidencias, terminan reconociendo a uno de ellos como descendiente de Alejandro Magno. Los sacerdotes lo invisten entonces con el poder propio de un rey divino. Comienza a gobernar así –por lo demás con gran éxito— y cambia sus planes de huir con la riqueza local para permanecer en su nueva condición. Suponiéndose todo poderoso, decide casarse para tener un heredero y comenzar su dinastía.
La mujer que elige lo rechaza por temor a ser destruida por el contacto con un ser divino. El rey-divinidad se empeña e impone una boda asistida por los sacerdotes. En el momento culminante de la obra, abraza a la mujer y le exige un beso. Ella lo muerde en el cuello y lo hace sangrar. En palabras de Kipling, los sacerdotes aullaron en su lengua: “Ni dios ni diablo, sino hombre”. Comienza entonces la persecución hacia quien ostentó lo que no era, quien finalmente es sacrificado por su sacrilegio. El hombre asesinado fue rey y pudo haber permanecido en ese estatus si hubiera guardado lo propio de su cargo. En ese caso, su condición divina. Perdida ésta por la sangre vertida, el poder terrenal quedaba vacío.
En las condiciones profanas de la república, nadie supondrá –espero— que nuestras autoridades tengan cualidades divinas. Que por ser gobernantes estén investidas de un estatus sagrado ni, tampoco, que éste sea condición para ejercer su cargo. Sin embargo, lo que sí existe es un ser y un estar para quienes nos representan. El tener que ejercer el cargo conforme a las condiciones jurídicas, políticas y culturales que históricamente le sean propias. En los casos de ruptura revolucionaria, el líder debe comportarse como revolucionario. Quienes actúan en democracia, desde luego como demócratas. El rey de Kafiristán, conforme a las leyes divinas que lo sustentaban.
¿Qué sucede cuando quien ejerce el cargo actúa de manera distinta a lo que él mismo permite? No me refiero, desde luego, a la posibilidad de innovación, ni tampoco en sentido contrario al mantenimiento de las tradicionales formas de ejercicio encaminadas a la salvaguarda del statu quo. Me refiero al desconocimiento de los elementos propios del cargo mismo. Por ejemplo, que un rey-sacerdote desconozca a la divinidad o, menos dramáticamente, que un monarca ignore las condiciones dinásticas. Lo mismo sucede con los cargos obtenidos mediante procesos electorales, cuando se desconoce la raíz democrática que los posibilitó.
De manera lamentable, en los últimos días Andrés Manuel López Obrador realizó dos actos que han desnaturalizado el ejercicio propio del presidente de la República. No me voy a detener en quienes se han visto involucrados, porque hacerlo constituiría un distractor a lo que aquí quiero tratar. Las personas a que aludiré tienen su propia biografía y son responsables de sus conductas. Pero más allá de ellas, las acciones de López Obrador tienen que tomarse en su dimensión propia, esto conforme a la calidad del cargo que ejerce.
Al finalizar una de sus conferencias mañaneras, López Obrador transmitió el video en el que uno de sus adversarios políticos se cayó. En otra charla de este tipo, presentó los ingresos de un periodista al que también considera su adversario. Para algunas personas ambos hechos les han parecido menores, como si solo fueran una expresión más del continuo descalificatorio a que estamos acostumbrados. Otras consideran que es comprensible que López Obrador los ataque como retaliación a las agresiones que ha recibido.
Obvio es decir que ninguna de las dos actuaciones de López Obrador tiene fundamento legal. Tanto, que una de ellas es contraria a nuestro orden jurídico por involucrar una violación al derecho a la privacidad. Pero más allá de estos elementos normativos, creo que las actuaciones no tienen cabida en las formas de ejercicio de la presidencia. No es propio de un presidente hacer escarnio de una persona que se cae, ni mostrar datos que no son del dominio público. Entiendo que López Obrador quiere extender los límites de su cargo para efectos de lograr lo que él mismo llama la “cuarta transformación” nacional. Independientemente de que estemos de acuerdo o no con sus pretensiones y métodos, lo que acabamos de ver es distinto.
Es el comportamiento de un hombre que actúa y se muestra con total independencia de las condiciones del cargo que ejerce. Alguien que por motivaciones que nada tienen que ver con su proyecto político, ha decidido obviar los constreñimientos a los que está sujeto un titular del Ejecutivo. Ha utilizado la investidura presidencial para resolver sus muy personales asuntos. No para atacar a quienes difieren de su proyecto de transformación, sino de quienes se le han enfrentado. Estamos frente a la subjetivación del poder. Ante un uso que no tiene que ver con el espacio público. Con la edificación de lo que debería ser, todas las diferencias aceptadas, una discusión y una construcción amplia y plural. Me temo que, como el rey del relato de Kipling, López Obrador se colocó en una condición que lo hizo sangrar. Difícilmente será presidente.
@JRCossio
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