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Columna
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Ángel y los Señores del Jurado

Su estética burlesca y provocadora convirtió a Ángel Ortuño en la referencia de una legión de jóvenes poetas por toda América Latina

Antonio Ortuño
Ángel Ortuño, en una imagen de archivo.
Ángel Ortuño, en una imagen de archivo.Cortesía

Sería una afrenta al legado del poeta Ángel Ortuño (1969-2021) rememorarlo de manera sentimental. Nadie menos dado a la cursilería y al chantaje, explícito o camuflado, de hacerse el triste o el sensible para hurtarle alguna lagrimita al lector y ordeñarle un litro de empatía como si le sacara leche a la vaca sonriente de un tetrapak. Ni siquiera el hecho de ser su hermano menor y saberle, por tanto, suficientes anécdotas como para que llore hasta el cácaro de la sala, me exime de atender ese principio. No. Para entenderse con el personaje de Ángel y su obra hay que aceptar que los ingredientes son muy diferentes al sentimentalismo y hay que hablar de humor negro, y a veces nihilista y absurdo: de la paradoja y la ironía; del rigor formal y la inteligencia erudita vuelta en contra de la solemnidad; de la risita insolente, en fin, que le hace torcer el gesto al pedante que acaba de soltar una frase de bronca y espera un aplauso por repetir lugares comunes que se pretenden trascendentales.

Ángel se formó como poeta con lecturas e influencias variopintas, que integró a su cosmovisión con el mismo grado de importancia e independientemente de su “peso cultural”, con una mezcla de seriedad y disfrute: desde los clásicos grecolatinos y del Siglo de Oro al modernismo y la poesía de vanguardia (que fue su obsesión); desde las caricaturas del Pato Lucas a las historietas de Chanoc; desde los alaridos cínicos de Johnny Rotten al estruendo de Motörhead; desde la chabacanería de los pasquines policiacos a la ridícula ampulosidad de los folletos comerciales (pensaba que buena parte de la prosa académica era indistinguible de la que habita los manuales de instrucciones para operar apropiadamente un exprimidor de jugos eléctrico); y desde los delirios del cine B al porno vintage.

Como pocos poetas en nuestro idioma, y a semejanza de Nicanor Parra o cierto Renato Leduc, Ángel hizo girar su estilo en torno a un tipo muy personal de humor. El regusto de su poesía es el del escepticismo, la parodia, la desacralización de palabras, discursos, imágenes y consensos. Desarticula la mística y deshoja, a la vez, la margarita (Esta es palabra de Dios/Esta no/Esta sí/Esta no); se carcajea del “Yo lírico” y el confesionalismo (”Yo no tengo respuestas y me/ parezco a todo […] Por favor, al reverso/escribe que no muerdo ni soy/muy venenoso), y no hay militancia de ningún tipo que le provoque otra cosa que una mueca risueña (Para no entretener con idioteces a Su valiosa eternidad/Señores/del Jurado/en resumen no sé ni lo que dije y creo que sí creía pero me/dediqué/a otras cosas./Solo espero clemencia. /Muchas gracias).

Su estética burlesca y provocadora lo convirtió, en los pasados decenios, en la referencia de una legión de jóvenes poetas por toda América Latina. A la vez, “los Señores del Jurado”, de todos los jurados, se permitieron desdeñarlo. Ángel debe ser el único poeta mexicano de su nivel y sus alcances que nunca ganó un premio ni obtuvo una beca (esta última norma se infringió al final, porque hace unos meses fue elegido, por primera vez, para el Sistema Nacional de Creadores de arte). Su vasta y riquísima obra está desperdigada, salvo por un par de ediciones institucionales, en pequeños y heroicos sellos independientes y cartoneros y en decenas de portales y revistas en línea. Su biblioteca personal, seleccionada a lo largo de casi cuarenta años de visitas de gambusino a librerías de segunda mano y de saldos, es un tesoro que debería conservarse reunido y ponerse a disposición del público, para que su carácter generoso y su inteligencia deslumbrante sigan nutriendo a sus muchos lectores.

Desde el viernes pasado, en que falleció, las redes se llenaron de cientos de remembranzas, citas y condolencias de sus amigos, de sus alumnos, de todos aquellos que lo conocieron y leyeron. Muchos descubren, apenas, que perdimos a un poeta mayor. Bendito descubrimiento, sin embargo.

Ángel no creía en ninguna forma de vida ultraterrena. Por eso se construyó, libro a libro, y en vida, un paraíso animado en el que se codea para siempre con Lemmy, Divine, Séneca, Tura Satana, Góngora, los poetas estridentistas y Wendy O’Williams. Y se mofa, para siempre, de sí mismo, de los obtusos Señores del Jurado y de todos nosotros. Mientras tecleo esto, Ángel se está riendo. Las muerte borra todo menos la sonrisa. Pregúntenle a las calaveras.

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