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AMLO toma todo: el golpe en la mesa del presidente

Desde las elecciones intermedias del 6 de junio el mandatario mexicano ha decidido más cambios que en los dos primeros años de gobierno

Salvador Camarena
López Obrador, este jueves durante una rueda de prensa en el Palacio Nacional.
López Obrador, este jueves durante una rueda de prensa en el Palacio Nacional.Presidencia de México (Presidencia de México / EFE)

Presidente de la República, líder del partido, coordinador de programas sociales, negociador de inversiones privadas, auditor de políticas públicas, jefe de gabinete, planificador electoral, director de comunicación y vigilante de la sucesión. Andrés Manuel López Obrador ha hecho de junio el mes para dar un golpe en la mesa a fin de garantizar el futuro de su movimiento, y lo ha llevado a cabo como quien dice “Dejadme solo con todos los toros”. Al estilo de los grandes diestros pero en una apuesta que, por ende, implica enormes riesgos.

Desde las elecciones intermedias del domingo 6 de junio López Obrador ha decidido más cambios que en los dos primeros años de gobierno. No por el número, sino por las implicaciones. Son movimientos quirúrgicos y de gran calado: lo mismo defenestró a una colaboradora desleal a la que esta semana despidió sin mimos, que revitalizó su credibilidad con los empresarios al convencer por fin a un antiguo interlocutor de que le aceptara el cargo de Secretario de Hacienda.

Y en paralelo tomó en sus manos la columna vertebral de su Gobierno. Se ha desecho de un polémico operador de los programas sociales al tiempo que decidió que reconquistará por sí mismo el territorio perdido en la capital de la República. Como si todo ello fuera poco, ha detenido esa hemorragia que amenazaba con dejarle sin alfiles para la sucesión: desde esta semana nadie que no sea él hablará oficialmente de la Línea 12 donde murieron 26 personas, con lo que busca evitar que sus precandidatos se maten mediáticamente.

López Obrador, el presidente mexicano más impetuoso en décadas, encara así la segunda parte de su mandato. Limpia el Gabinete, opera directamente con los gobernadores electos de su partido con los que comió el jueves, desafía todas las mañanas y sin tregua a la prensa crítica, quita a colaboradores sus oficinas en Palacio Nacional, asume la reconquista de la mitad de las alcaldías perdidas en Ciudad de México y anuncia –aun sin tener mayorías para ello-- tres reformas constitucionales. Eso fueron las elecciones intermedias, el momento en que de nueva cuenta AMLO reconcentró el poder.

Tiempo de cambios

Los comicios el 6 de junio le dejaron a Morena un buen saldo a secas. Once de quince gubernaturas son de López Obrador, y de las cuatro que perdió hay una que le es sumisa: San Luis Potosí, donde tendrá el poder un político con graves antecedentes judiciales, que fue postulado por un partido impresentable pero útil al presidente que prometió limpiar la política. Esos números alegres, sin embargo, no maquillan una realidad donde el partido de AMLO retrocedió en la Cámara de Diputados, lo que le obligará a negociar con sus viejos camaradas del PRI las mayorías necesarias para cambios constitucionales, y donde le fueron arrebatadas a su partido la mitad de las alcaldías y de las diputaciones de ese bastión histórico de la izquierda que es la Ciudad de México.

Fiel a su estilo, el presidente mexicano ha reaccionado frente a esas derrotas de gran peso simbólico mediante una retórica encendida y, simultáneamente, asumiendo en primera persona las tareas para corregir el rumbo.

Formó en Palacio Nacional un comité para reconquistar la ciudad que gobernó de 2000 a 2005, retomó sus giras por los Estados para hablar de sus programas sociales, anunció la llegada a Hacienda de Rogelio Ramírez de la O, reputado economista con buena imagen entre los patrones; despidió a Irma Eréndira Sandoval, quien estaba llamada a ser la zarina anticorrupción pero terminó sus días en intrigas electorales para beneficiar a familiares, y destituyó a Gabriel García Hernández, jefe de los más de 20.000 servidores de la nación, como se llama a los operadores en territorio de programas sociales del actual Gobierno.

En lugar de Sandoval y de García Hernández fueron elevados colaborades de corte más técnico pero lealtad probada. Especialmente Carlos Torres, con raíces familiares en el cardenismo, cercanía con Andrés López Beltrán, hijo del presidente con operación política, y un desempeño tan sólido que ya era visto como el verdadero chief of staff y supervisor de lo que más importa a López Obrador: los programas sociales.

De tiempo atrás había señales de la caída en gracia de García Hernández. La más reciente fue que le quitaron la oficina que tenía en Palacio Nacional. Él, de cualquier forma, tenía cada noche una “misa” con servidores de la nación vía internet en la que movía hilos pero no necesariamente lograba los mejores resultados para el Gobierno. Ello a pesar de que tuvo en sus manos 32 superdelegados estatales, figura que se inventó esta Administración y que no ha podido demostrar que sirvan de algo que no sea con fines de posicionamiento electoral o de sombra a los gobernantes surgidos de otros partidos.

El señor de los padrones, como también se le podría llamar a García Hernández, cierra una etapa de cercanía total con el presidente que duró 15 años en medio de cuestionamientos sobre el verdadero nivel de su eficiencia, pues no han sido pocos quienes le acusan de mentirle al mandatario sobre la marcha de las entregas de apoyos a las poblaciones necesitadas.

Horas después de ese despido, López Obrador ha tomado un avión rumbo a la fronteriza Mexicali, donde esta vez inició su gira semanal por el interior del país a fin de constatar si adultos mayores, jóvenes o estudiantes reciben puntualmente sus apoyos, y si las obras que le dicen sus colaboradores que se hacen en realidad ocurren. El presidente recorre de nuevo México con la pasión de un candidato que recién descubrió la política, pero lo hace también para escapar del ruido de la grilla de Palacio, donde los testimonios sobre el mal humor presidencial por las pugnas de sus colaboradores se repiten.

La causa principal de su dolor de cabeza no es un misterio. El desplome de dos vagones del metro capitalino el 3 de mayo provocó que los dos delfines de AMLO sacaran dientes de tiburón para tratar de sobrevivir en la guerra de acusaciones sobre la responsabilidad de esa tragedia.

El futuro político de la jefa de Gobierno capitalino Claudia Sheinbaum y del canciller Marcelo Ebrard se ensombreció con el percance que enlutó a una veintena de familias y postró a decenas de víctimas que resultaron con heridas graves por el desplome de una trabe de la Línea 12. Desde esa fecha, la disciplina se perdió a tal grado que en la ciudad se dieron triunfos electorales de la oposición, impensables sin la traición de personajes clave de Morena.

Casi dos meses después de tan grave accidente López Obrador parece haber encontrado la fórmula para reinstalar el orden entre quienes buscan sucederle. Tras reunirse con el magnate Carlos Slim, dueño del consorcio que construyó el tramo derruido, AMLO anunció que ya nadie sino él hablará desde el Gobierno de ese tema, y que en cosa de un año, “dejo empeñada mi palabra”, la Línea 12 rodará de nuevo.

Sería un grave error apresusar a los ingenieros que han de entregar en cosa de semanas un plan para reforzamiento del tramo elevado de la Línea 12. La prisa que tuvo Ebrard para inaugurar esa obra antes de terminar su plazo como jefe de Gobierno capitalino (2006-2012) es vista hoy como una de las probables causas de los errores de construcción que a la postre habrían provocado la caída de vagones donde murieron 26 personas. Pero el presidente no quiere que este escándalo se vuelva tema recurrente y apuesta a que él con su peso mediático logrará modular o acaso hasta desaparecer el tema de la agenda.

Si lo lograra, López Obrador podría de nueva cuenta hacer que México hable de lo que a él le interesa: en lo inmediato, por ejemplo, de una consulta popular contrahecha, en la que los mexicanos están convocados el domingo 1 de agosto a votar sobre la pertinencia –como si no fuera una obligación de la autoridad— de investigar crímenes del pasado.

El garlito de preguntarle a la ciudadanía si se debe aplicar la ley sobre probables (pero nada específicos) delitos de los gobiernos anteriores al de AMLO siempre fue burdo, pero hoy luce del todo fuera de lugar. El mandatario pretende atizar el resentimiento contra impopulares expresidentes mientras en el panorama los mexicanos ven, por un lado, como día a día la violencia escala con masacres que se superan una a otra en su salvajismo, y por el otro como la pandemia por covid-19 repunta en múltiples regiones donde, sin embargo, la ciudadanía tendrá que jugarse la vida y renunciar al encierro pues la economía ya no aguanta otra suspensión de actividades.

Pero el presidente no quiere que se hable de esos problemas –ni de otros, como la escasez sin precedentes de medicamentos en los hospitales del sector público. Por eso AMLO se echa a la carretera a tratar de encandilar a los beneficiarios de sus programas, y cuando retorne a Palacio buscará alienar a sus adversarios con provocaciones para que estos repliquen a sus injurias antes que él sea forzado a responder a cuestionamientos legítimos sobre asuntos concretos.

Aunque tan pronto regrese de su gira, también se pondrá a revisar los programas sociales, el plan de recuperación de la capital, las promesas de inversión para una economía que no despega, los datos de la agresiva –porque no duda en recurrir a la amenaza velada- recaudación fiscal, las negociaciones para allanar el camino de Morena en las elecciones del año entrante, los trucos de la mañanera para distraer a la opinión pública y a los opositores y las posibilidades de que en el Congreso pasen sus iniciativas constitucionales para militarizar más al país, apretar al instituto electoral y para dar más poder a la Comisión Federal de Electricidad.

Todo eso lo hará solo, sin Gabinete porque no existe tal cosa en este Gobierno. Apoyado apenas por un reducido grupo de colaboradores, pero con la firme convicción de que podrá domar la segunda mitad de su mandato a fin de designar cómodamente a su sucesor en 2024. Su fuerza, cree él, está en esos que hace tres años le llevaron a la silla presidencial premiando su tesón y el discurso donde prometía justicia para los más pobres, y a esos mismos hoy ofrece que si le siguen apoyando consumará algo parecido a una revancha histórica.

El presidente va solo, pero esta encerrona a él no le arredra. La pregunta es si el país saldrá bien librado de este intento en solitario por decidirlo todo.

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