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Columna
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La restauración del Estado faccioso

¿Qué hace el presidente de México actuando como el líder de una pandilla, metido hasta las orejas en el lodo de la lucha electoral?

Antonio Ortuño
Andrés Manuel López Obrador, en un acto en un pueblo de Guerrero.
Andrés Manuel López Obrador, en un acto en un pueblo de Guerrero.gobierno de méxico (Presidencia)

El actual Gobierno mexicano ha decidido no comportarse como el equipo que dirige provisionalmente un Estado (es decir, que manda hasta que los electores digan otra cosa), sino como una facción política destinada a ejercer el poder a fondo y para siempre, cosa que es muy distinta. ¿Qué hace el presidente actuando como el líder de una pandilla, metido hasta las orejas en el lodo de la lucha electoral, embistiendo cada mañana contra la independencia de las autoridades electorales y judiciales? ¿Qué hacen las cuentas oficiales de Secretarías y dependencias golpeteando a la oposición, o a quien sea que ose alzar la voz para criticar sus errores y fracasos? ¿Cómo es que el uso electorero de la vacunación y la incesante promoción de la imagen del mandatario y su partido se consideran normales y convenientes? ¿En qué momento acabó el Estado mexicano por ser la Iglesia del culto a la personalidad de quien lo dirige? ¿Y de dónde salieron tantísimos paleros dispuestos a jurar que todas esas barbaridades no solo son aceptables, sino que el pueblo estaba ansiándolas?

Esto ya ha sucedido en la historia del país y el antecedente es funesto. Porque de esa forma, en su propio contexto y época, operó el PRI. El régimen surgido de la Revolución mexicana dio forma a un partido de Estado que usurpó todos y cada uno de los cargos públicos en todos los niveles, que se apropió para sus fines de los símbolos nacionales y jugó por años con unas reglas a modo para que su orden de cosas se perpetuara. El PRI no competía electoralmente: arrasaba. Y la autoridad electoral que sancionaba esa farsa era el propio gobierno. El Estado mexicano, en tiempos del priismo, no gobernaba para todos, sino que se limitaba a operar la voluntad del partido. El que quería sobrevivir en ese unánime basural tenía que acoplarse y acomodarse… o resignarse a la irrelevancia y la marginalidad. O largarse del país, claro, como ha establecido siempre la frase burlona de los dizque patriotas de estas tierras (“¿No te gusta el cochinero? Pues vete a otro lado”).

Ese sistema “funcionó”, si es que mantener el poder equivale a “funcionar”, por un buen tiempo. Pero la miseria y la mediocridad en que hundieron al país su economía centralizada, su capitalismo de cuates y su nacionalismo de laminita de papelería agrietaron el modelo hasta que se cayó a pedazos. Porque muchos sectores pugnaron por salir de la tutela de aquel Estado faccioso: el sindicalismo independiente, los movimientos sociales, ciertos empresarios, parte de la intelectualidad y la academia. Todos ellos pagaron su cuota de sangre, descrédito y represión, por supuesto. Los paleros de entonces los llamaron “vendidos”, “antipatria”, “enemigos del pueblo”, etcétera. Nada que no hagan sus colegas de hoy.

El PRI, de mala gana y arrinconado por las presiones, fue reconociendo las victorias de su oposición y acabó por aceptar que se constituyera una autoridad electoral autónoma e independiente del poder político, que se evitara el uso clientelar de los programas sociales, que se limitara la promoción de la imagen presidencial, etcétera. La competencia democrática se hizo posible y eso llevó, claro, a que el PRI perdiera el poder, aunque en vez de nacionalismo de cartón y economía centralizada se hubiera pasado ya a esa parodia de economía de mercado que es el neoliberalismo mexicano… Porque el capitalismo de cuates (el del sobrecito, el contrato sin licitar, el del favor pagado) nunca se fue: ni con los gobiernos panistas de la “alternancia”, ni con el “nuevo PRI” de Peña Nieto, ni con la actual administración.

Ese poder omnímodo y ciego, que no acepta contrapesos y en que no se puede existir fuera del presupuesto y la planeación central, es el que quiere restaurar hoy Andrés Manuel López Obrador. Un Gobierno que si no gana, arrebata, que no trabaja para todos, sino para sus intereses y conveniencia, y en el que la imagen y la palabra del presidente son ley. Un Gobierno de porros, paleros y besamanos. El problema es que esa historia ya la vimos y sabemos que termina muy mal. ¿O vamos a echar a la basura otro siglo para darnos cuenta?

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