La obstinación de AMLO
El presidente no cambia de parecer ni siquiera con los golpes que le suele infligir la realidad. Pero los golpes siguen ahí y sus marcas resultan más que evidentes
El presidente Andrés Manuel López Obrador es alérgico a dar marcha atrás en sus decisiones. Parece sostener la idea de que cualquier cambio de rumbo o estrategia es una señal de debilidad y una claudicación que será aprovechada por esos “adversarios” suyos que no se le caen de la boca y que tanto lo obsesionan. Esta firmeza (a la que podríamos llamar simplemente terquedad), sin embargo, lo mete en unos bretes de los que no ha sido capaz de salir. Porque el presidente no cambia de parecer ni siquiera con los golpes que le suele infligir la realidad. Pero los golpes siguen ahí y sus marcas resultan más que evidentes.
Veamos algunos ejemplos. En los primeros días de la pandemia, el discurso del mandatario se centró en minimizar los riesgos que implicaba la covid-19 (es “menos agresiva que la influenza”, declaró), en desestimar el uso de cubrebocas (medida de la que se burló, puesto que hace años, en tiempos de la epidemia de H1N1, fue impulsada por el Gobierno de su archirrival Felipe Calderón) y en promover la “normalidad” de las actividades (abracen a su gente y salgan a consumir a fondas y restaurantes, dijo). La gravedad de la covid-19 quedó rápidamente fuera de duda y miles de personas comenzaron a contagiarse y morir sin que el discurso del presidente lo registrara. Lleva meses atorado en afirmar que “ya estamos cerca” de superar la pandemia (a la que llegó a declarar “domada” en abril de 2020) y empeñado en decir que México es un ejemplo mundial de éxito ante la crisis sanitaria.
Ni siquiera tras haberse contagiado, el mandatario ha sido capaz de reconsiderar su negativa a utilizar cubrebocas. Y el peso terrible de las casi 180.000 muertes que ha dejado la covid-19 en el país no lo ha movido un centímetro de su postura original. México no cerró fronteras y permite la llegada de turistas sin dar seguimiento a su salud. El Gobierno decidió no hacer pruebas masivas y llamó a la gente a atenderse en su casa para no desbordar el desmantelado sistema de salud federal (al que se le dio una “mano de gato” con una ampliación hospitalaria que no pudo evitar los peores momentos de crisis ni que miles de personas murieran sin recibir atención). Pero el mandatario sigue pensando que su estrategia es la correcta, aunque las cifras oficiales ya tripliquen los 60.000 decesos que su propio vocero, Hugo López-Gatell, consideró el escenario más “catastrófico” concebible.
Pero hay más. Otro caso es el aferramiento presidencial por impulsar y sostener a Félix Salgado Macedonio como candidato de Morena al Gobierno de Guerrero, pese a la media docena de denuncias de violaciones, abusos y acoso que pesan en su contra. De nuevo, el mandatario ha desestimado las críticas, incluyendo las de algunas militantes destacadas de su propio partido, que amagaron con renunciar si la candidatura de Salgado seguía en pie, y las de miles de feministas en el país que pusieron en marcha una campaña en redes pidiendo “romper el pacto”. Pero López Obrador, lejos de repensar su apoyo, decidió hacerlo más explícito aún. Atribuyó las acusaciones a una campaña opositora contra Salgado y recurrió a su arsenal de dicharachos para decirle a los periodistas que acuden a su rueda de prensa diaria que “Ya chole” con el tema.
¿Qué rédito político saca el mandatario al decir que tiene bajo control una pandemia que le está pasando por encima al país de un modo espantoso? ¿Qué gana al defender y solapar a un acusado de violación? ¿Por qué aferrarse a que esas evidentes apuestas fallidas se conviertan en buenas decisiones de Estado? Lo que consigue al mostrarse incapaz de reconocer sus errores y corregirlos es justamente beneficiar los intereses de sus rivales políticos. Porque lo único que tienen que hacer esos adversarios es sentarse a mirar cómo el presidente se hunde en las arenas movedizas de unos errores que se obstina en seguir cometiendo.
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