¡Quítate Adalberto…!
Hay días en que me siento de pronto lanzado sobre el escenario de la vida cotidiana, sin más parlamento que una o dos líneas que he procurado memorizar para sobrevivir en escenas insulsas
Cuentan que uno de mis ilustres antepasados cuevanenses quiso saciar sus ansias teatrales cada vez que llegaba a Guanajuato una nueva puesta en escena. Se acercaba a los mentideros del Teatro Juárez y presumiendo tablas inexistentes se ofrecía para cualesquiera de los papeles que anduvieran acéfalos en la compañía de turno. Daba tanta lata con sus dramáticas insistencias que le llegó el día en que logró figurar en el acto tercero de una tragicomedia decimonónica –por lo demás, insulsa—y llenó medio teatro con amigos y familiares que asistieron a celebrarle el maquillaje y vestuario, la silente entrada y el momento mágico en que se dirigió a la exime actriz Amparito Rebolledo (o alguien por el estilo) y le espetó al filo del telón de terciopelo rojo el parlamento trabajosamente memorizado durante toda una semana: “¡Clotilde, detente! Te estoy hablando…”. Paréntesis: no estoy seguro de que exista en algún diccionario la palabra exime, pero mi padre la usaba como sinónimo de gloria y respeto aquí el sonido fonético del inventado adjetivo.
Durante décadas, más de una sobremesa familiar se ilumina con la anécdota del tío-bisabuelo que viviera ese hondo momento teatral: la sincronía con la que apareció en escena, el donaire de su vestuario y peinado relamido, el brillo del maquillaje y esa leve gesticulación con la que se interpuso al paso en vuelo de la gordota primera actriz que parecía atravesar la escena como hipopótama en rauda huida… y dicen que decía mi antepasado, cada vez que le pedían evocar la escena, que –habiendo cumplido como los grandes la frase que memorizó con tanto esmero—la exime actriz barrió el aire con un brazo extendido y le dijo en su cara: “¡¡Quítate Adalberto, que me voy pa’l Norte!! Y al dar la vuelta, se tiró tres pedos”.
Las carcajadas que se han ido repitiendo de generación en generación se deben a que cuando mi antepasado narraba la anécdota no todos captan que el diálogo teatral solo rezaba lo de “¡¡Quítate Adalaberto, que me voy pa’l Norte!!” y que el añadido no era parte del guion, sino una verídica revelación de mi bisabuelo que se tuvo que fumar las flatulencias reales de la Gorda Diva sin chistar ni ofuscarse para no arruinar el encanto teatral del respetable público guanajuatense, ese culto conglomerado popular y cambiante con cada época que se precia de haber gritado “¡Jai-oh, Silver!” en el estreno de la Obertura Guillermo Tell creyendo entre las butacas que se trataba del relincho de Plata, el corcel del Llanero Solitario o aquel memorable concierto en el estadio de béisbol cuando gritó a voz en cuello uno de mis dilectos primos: “¡No me lo deslumbren!” al encenderse los faros que iluminaron el piano y rostro de Ray Charles.
Todo esto viene a cuento porque hay días en que me siento de pronto lanzado sobre el escenario de la vida cotidiana, sin más parlamento que una o dos líneas que he procurado memorizar para sobrevivir en escenas insulsas y al encarar a la Gorda Realidad o la Cetácea Incongruencia que siempre acecha, se me viene directo a la cara y me quita de en medio con ese “¡¡Quítate Adalberto…!!” para darse la media vuelta y tirarse tres pedos. Así con algunas noticias que me dejan mudo de incredulidad o chismes que no logran intrigar sino intimidar cualquier calma. Así también con las increíbles revelaciones de una constante imbecilidad nociva que se va filtrando en derredor o con la baba derramada de tanta ignorancia que anda pontificando todo lo pontificable por las agallas o lonjas que confieren las llamadas redes sociales y sí… como una Gorda en camisón gastado, que viene descalza pero pisando fuerte sobre la duela dolorosa del proscenio, repito mis líneas memorizadas y me quedó hipnotizado con el manotazo contundente con el que anuncia que se va pa’l Norte… y hasta parece que le doy el golpe a la muy desagradable bocanada apestosa con la que se desahogan las desgracias al filo de un mutis, sabiendo que hay que permanecer incólume e inmóvil para no aguarle la fiesta a los espectadores y para que el culto público aplauda al telón, sin saber que en realidad aplauden el efímero heroísmo de un actor improvisado que –de buena gana—no ha de volver jamás a ponerse ante candilejas.
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