La farsa educativa de la pandemia
La crisis del coronavirus ha evidenciado la incapacidad de las y los políticos, el empresariado y el poder legislativo para prever el impacto en la niñez y las mujeres
Israel es chiapaneco, tiene 12 años y vive en una comunidad indígena. Lo conocí en 2018 mientras dirigía y conducía la serie documental Somos Valientes. Él tiene un teléfono celular de prepago que utiliza para ver redes sociales y vídeos de Youtube. Su entretenimiento entre la escuela y el trabajo en el mercado, donde vendía junto a su madre. Su familia está en la franja de trabajadoras en pobreza extrema; Israel lograba juntar algunos pesos más como cargador en el mercado para pagar sus datos móviles y los cuida como oro. En algún momento, el Gobierno les entregó tabletas digitales en su escuela pública, pero no las pudieron utilizar porque carecen de Internet, así que, como muchos, la vendió y guardó ese dinero para comprar datos celulares cada mes.
Después de ocho meses de pandemia, la vida de Israel y su comunidad es muy diferente. La escuela está cerrada, ahora la gente que va al mercado compra menos y casi nadie le da propinas por llevar las verduras. Su madre, Yatzil, tuvo que volver a casa para que sus cuatro hijos puedan estudiar a través de la televisión con el programa gubernamental de la pandemia denominado “Aprender en casa II” con el cual la Secretaría de Educación Pública unió a las televisoras (Televisa y TV Azteca) y algunas radiodifusoras para transmitir las clases en hogares que carecen de Internet. El programa anunciado con bombo y platillo pretende combatir la brecha digital, es decir, llegar al 40% de la población que carece de acceso a Internet y por tanto le es imposible tener educación a distancia. Para Yatzil e Israel esta solución es una gran mentira. Su madre es parte de los cinco millones de personas analfabetas de México. La televisión abierta no permite la interacción entre la niñez y el profesorado, por tanto ha forzado a las madres y a algunos padres a volver a casa e intentar rescatar lo que puedan de la educación escolar de sus criaturas.
La idea del Gobierno de López Obrador y de su secretario de Educación (por cierto trabajador de TV Azteca), no parecía una mala salida ante el abrumador golpe de la pandemia con los casi 900.000 casos de contagios y más de 86.000 fallecimientos. Lo que no pensaron, para variar, es quién se quedaría en casa con esos millones de niños y niñas que ya no pueden asistir al colegio. La carga ha recaído de nuevo sobre las mujeres y aún no es posible cuantificar las pérdidas económicas para ellas, al verse forzadas a volver al hogar y dejar sus pauperizados trabajos. Porque, según Yatzil, aunque dicen en la televisión que ella es trabajadora esencial por vender alimentos frescos en el mercado, la maternidad le exige que elija entre cuidar y acompañar a sus hijos o trabajar para darles de comer. No es analfabeta por casualidad; sus padres tuvieron que decidir sacarla a ella y a su hermana de primero de primaria para ponerlas a trabajar hace 27 años, no hubiesen sobrevivido al hambre entonces.
Israel no sabe qué hacer, me responde a la distancia que su madre no puede explicarle las matemáticas ni las tareas, tampoco hay profesorado que pueda responderle; no tiene computadora y su celular apenas sirve ya para enviar mensajes, teme que pronto se quedará sin poder comprar “tiempo aire” y quedará incomunicado. Tiene miedo. Miedo de morir, miedo de quedar más pobre, de no poder seguir estudiando para ser ingeniero como siempre soñó, teme no entender esta pandemia y su duración. Tampoco entiende por qué son pobres y la escuela por televisión no le ayuda a aprender. Pero el pequeño no es el único que no comprende, parece que tampoco los servidores públicos. La Encuesta Nacional sobre Disponibilidad de Uso de Tecnologías de la Información (ENDUTI 2019) no solamente demuestra que más de 50 millones de personas carecen de acceso a Internet y el resto de los más de 120 millones de habitantes no necesariamente saben utilizarlas adecuadamente. No es lo mismo el acceso, que el uso y que el conocimiento sobre tecnologías de la información. La mayoría de personas de menos de 21 años no sabe enviar un correo electrónico adecuadamente, una de las herramientas que exige la educación pandémica en línea. El 75% de estudiantes no saben cómo interactuar en clase por Internet sin la ayuda de una persona adulta que sí sepa o deba aprender. Allí las madres, y un 10% de los padres de casi todas las clases sociales, se han tenido que capacitar para entender cómo utilizar estas herramientas. Pero hay cinco millones de personas que jamás podrán hacerlo. Celebrar la educación a distancia es un privilegio para la clase media ilustrada y las clases altas.
En esta brecha de acceso a las tecnologías, según el Inegi y la ENDUTI, Ciudad de México es el lugar con mayor acceso a las tecnologías y los Estados de Chiapas, Durango, Veracruz, Guerrero, Tlaxcala, Hidalgo y Puebla, son los más bajos; es decir los Estados que terminarán la pandemia con un índice mayor de analfabetismo, deserción escolar forzada por la pobreza y una doble o triple exclusión histórica de las mujeres del ámbito laboral. Evidentemente las pandemias, como las guerras, dejan pérdidas que solo son cuantificables una vez que la crisis ha terminado. Lo cierto es que aquella entrega de las tabletas del Gobierno de Peña Nieto, fue una farsa para las comunidades víctimas de la brecha digital y, ahora, esta propuesta educativa que incluye a radiodifusoras que impartirán clases en lenguas indígenas son una idea genial que no tendrá ningún efecto real y efectivo en la niñez mexicana pobre e indígena. Nos tocará documentarlo cuando sea posible; mientras tanto la crisis educativa, de discriminación por género y clase y raza, así como de salud mental de la niñez mexicana se profundiza sin tener herramientas para resolverlas.
Lo que sí celebran los más ricos, es que la tasa de inversión en telecomunicaciones creció un 26,6% y enriqueció más a quienes tienen el control de la informática que es, hoy en día, el control de la educación, de la información y del acceso a la salud.
Está claro que la pandemia dejará tras de sí una crisis económica de la que muchos hablan, pero más claro es todavía que ha evidenciado la incapacidad histórica y actual de las y los políticos, empresariado y poder legislativo, para prever el impacto en la niñez y las mujeres; invertir en ello desde este momento sería la única forma de evitar un descomunal retroceso en derechos ganados para las y los más pobres, para ellas y ellos a quienes el presidente ha dado por llamar “el pueblo bueno”.
Las prioridades, sin embargo, están en otra parte, como el parque de Chapultepec, en el que el presidente decidió invertir 1.100 millones de pesos que debieron ir al verdadero acceso a la educación y la cultura. Israel no conoce el Bosque de Chapultepec ni su madre tampoco; es lo de menos, ella, sus hijos y millones de personas en su situación, pasarán años intentando sobrevivir a una normalidad que les dejará en un abismo educativo, económico e informativo inimaginable.
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