Corrupción y cultura en México
El presidente López Obrador no acabará con la corrupción en el país, el fenómeno excede su comprensión y su falta de humildad para asesorarse de especialistas
En cierta ocasión, siendo presidente electo Andrés Manuel López Obrador, tuve un breve intercambio con él. Yo andaba queriendo convencer al candidato y él estaba en plan de contestarlo todo. Casi tres años después, él sigue bateando preguntas y yo perdí la esperanza de que comprenda que la corrupción sí es cultural y que no se acaba “barriendo de arriba abajo”. También le dije que su promesa de erradicar la corrupción no sería posible si no entiende cómo se da el fenómeno.
Muchos mexicanos se sienten agraviados cuando escuchan “la corrupción es cultural”. Se molestaron profundamente cuando el presidente Peña Nieto lo dijo, muy a su manera, sin tener el oficio y las bases para argumentarlo. La frase fue interpretada en virtud del mensajero, como si por “cultural” se refiriera a lo mexicano, a nuestros genes, a la nacionalidad, como si por el solo hecho de haber nacido en México uno ya fuera corrupto. Y por supuesto, no es así. Antropológicamente hablando, lo cultural se refiere al sistema social en el que se desarrolla un grupo. Esto es, el conjunto de normas, escritas o no, que forman la conducta, las tradiciones, las formas de encarar y resolver desde lo cotidiano hasta lo extraordinario.
A estas maneras de ver el mundo y construir la realidad, le llamamos “códigos culturales”. Existen en absolutamente en todos los grupos humanos. Cuando uno viaja y convive con personas de otros lugares, nota estas diferencias en el hablar, en el idioma, la comida y también en la manera en que se enfrentan los problemas y se toman las oportunidades. El código cultural es una especie de instructivo que aprendemos desde niños, al ver actuar a nuestros padres, maestros y otros adultos que nos enseñan lo que hay que hacer y cómo debe hacerse. En este sentido, la corrupción es cultural, y la expresión es válida para cualquier sociedad (que tenga corrupción) sobre la faz del planeta,
Lejos de la concepción del presidente López Obrador de etiquetar a la corrupción como el acto tramposo de quien ostenta el poder en el Gobierno, el fenómeno aplica a cualquier nivel donde un individuo corrompe la ley, la burla, la brinca o como quiera llamársele. La corrupción no tiene como requisito lo gubernamental, es un intercambio social sin importar su esfera de influencia. En México acumulamos décadas de desprecio por la ley, por el Estado de Derecho y de solucionar muchos de nuestros problemas a través de “mordidas” o sobornos a la autoridad o entre particulares. Quienes llegan al poder, con honrosas excepciones, asumen que es su turno de esquilmar a la población, como ellos fueron abusados por autoridades anteriores. Ya se trate de una multa de tránsito o de una licencia para construir o de un jugoso contrato, o de estacionarse en lugar prohibido, el mexicano sabe que existe un recurso al margen de la ley. No estoy diciendo que todos entren en este juego, digo que todos lo saben, “porque así es aquí”. De ese conjunto de certidumbres se forma el código cultural. A través de los años se constituye en tradición y ritual.
Entender los códigos culturales de cualquier sitio es tener un mapa de navegación, no solo para saber qué hacer sino para intentar un cambio de conducta. Los códigos culturales no están inscritos en piedra, son moldeables de la misma manera en que un sistema puede ser modificado. La importancia de entender esto es mayor pues los sistemas modifican la conducta. Si queremos que el mexicano promedio cambie su conducta, debemos hacerlo desde el sistema.
La prueba de esto es, irónicamente, un ejemplo que muchos que opinan en contra de que la corrupción es cultural, exponen para confirmar su punto. El hipotético mexicano que al cruzar la frontera y entra a Estados Unidos deja de tirar basura, usa el cinturón de seguridad y respeta las señales viales y, en general, venera a la autoridad. “No es el mexicano, no es cultural” dicen, mostrando a un mexicano correcto, insistiendo en que lo cultural es una especie de gen intrínseco en la nacionalidad. Ese mexicano cambia su conducta porque sabe que está en otro sistema social, en otro código cultural, uno en donde transgredir las normas, es decir, la ley, tiene consecuencias no negociables. Repito: el sistema moldea la conducta.
La informalidad es parte del sistema en este país. El mexicano crece con la idea de que todo es negociable, hasta la ley. En México los límites del actuar ciudadano son flexibles, mientras en otros países, usualmente donde impera el Estado de Derecho, son inflexibles. Nuestro idioma, una extensión de nuestras creencias, usa los diminutivos como una forma de negociación: “un ratito nada más”, “ahorita muevo el carro”, “me pasé tantito”, “oiga, no sea malito, deme chance”. Este estiramiento funciona, tristemente, a través de un intercambio, un acto de corrupción, la “mordida”, expresión canina que remite a arrancarle algo de dinero al prójimo, apoyado por una legislación desconocida por el ciudadano o un procedimiento burocrático y denso, del que se vale la autoridad para hacerle ver al individuo que el camino más inteligente es transitar al margen de la ley. Una “corrupción en defensa propia” (como dice mi amigo Ricardo Elías).
Esta noción de escoger entre el menor de dos males da pie a otra de las concepciones, o juicios, de muchos mexicanos: “el que no es transa, no avanza”, el ser inteligente no se asocia entonces a ser buen ciudadano, sino a jugar bien con las reglas (el código cultural), bajo la justificación de que “así siempre ha sido” o “no está bien, pero me iría peor”. La forma del mexicano para racionalizar que tiene que corromper la ley es muy alta, de ahí que lo vea como algo prácticamente inevitable. En otras palabras, el ciudadano que trasgrede consciente y voluntariamente la ley encuentra la forma de justificar su transgresión y de no sentirse mal por haberlo hecho. Además, tiene una especie de apoyo público pues piensa que la mayoría también lo hace. Se trata entonces de un estado generalizado de antivalores donde lo que se aprecia es la sagacidad para salirse con la suya, al margen de la ley.
De esta comunidad, acostumbrada a resolver asuntos a través de la corrupción, salen los gobernantes en turno. ¿Qué podríamos esperar de las autoridades que son una representatividad de una sociedad mayoritariamente corrupta? En México no tenemos el Gobierno que nos merecemos, bueno, no nada más, tenemos el Gobierno que somos. Por ello el cambio hacia un mejor Gobierno pasa primero por tener una mejor sociedad. Y esto pasa, a su vez, por una mejor educación.
Igualmente, un gran impedimento para avanzar en la lucha contra la corrupción es creer que, erradicar la corrupción en las altas esferas del Gobierno, traerá una cauda curativa en el resto de la población. Nada más alejado de la realidad. Una verdadera lucha contra la corrupción implica entender que es un sistema (de nuevo: es cultural) y dar la batalla en varios frentes para generar gradualmente un cambio de conducta. De ahí que hacer cumplir la ley, y aún más, ver cómo se hace cumplir la ley, sea imperativo. No vamos a lograr ganarle la batalla a la corrupción mientras no tengamos ejemplos tangibles de que quien comete un delito tiene consecuencias. Por ello, es básico para acabar con la corrupción ponerle fin a la impunidad. Sin este elemento, no hay forma de acotar la primera.
El presidente López Obrador no acabará con la corrupción en México, el fenómeno excede su comprensión y su falta de humildad para asesorarse de especialistas. Si me lo encontrara cara a cara de nuevo, se lo volvería a decir y él me volvería a batear
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