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Pensándolo bien
Columna
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El Bolsonaro que viene

El verdadero riesgo para México es que al margen de López Obrador el descontento persista y se exprese por otras vías más radicales

Jorge Zepeda Patterson
Plantón de Frenaa, en el Zócalo de Ciudad de México.
Plantón de Frenaa, en el Zócalo de Ciudad de México.Mónica González (El País)

Lo de la senadora Lilly Téllez, convertida por las redes sociales en celebridad momentánea por su discurso incendiario en contra de López-Gatell, responsable de la cruzada contra la pandemia, es un atisbo de los infiernos políticos que podrían esperarnos, una muestra del caldo de cultivo que sin desearlo estamos construyendo para la gestación de un Bolsonaro mexicano. El país se está poblando de lunares de resentimiento, de exigencias sin respuesta, de tentaciones de ejercer justicia por propia mano.

Hace unos días la esposa de un embajador en México compartió su desazón por la experiencia sufrida en la caseta de una autopista. Le acompañaban otras personas a una excursión a Tepoztlán cuando le fue requerido el “pago solidario” para permitirle el paso. Extrañada explicó que tenía su TAG automático, lo cual mereció burlas y el recrudecimiento de la exigencia. Les dijo que equivalía a una extorsión, pagó y se quejó con el policía que descansaba a unos metros de distancia. La respuesta de la autoridad fue que “no tenía autoridad” para impedirlo.

Más allá de la guerra de narrativas entre el Gobierno federal que asegura que la toma de casetas está disminuyendo y los medios que argumentan con fotos y reportajes justamente lo contrario, lo cierto es que se extiende la percepción de que el bloqueo de vías férreas y carreteras, la toma de instalaciones públicas (desde presas hasta oficinas de Gobierno), la vandalización del mobiliario urbano, están deteriorando la gobernabilidad en México, que de por sí no tenía nada de ejemplar. Que la autoridad ha dejado de ser autoridad, como expresó el policía.

Sería fácil responsabilizar a López Obrador por el clima de polarización que se percibe. Desde luego que el presidente ha atizado el fuego, pero eso sería una explicación simplista. Primero, porque para polarizar se necesitan dos; las descalificaciones y la visión maniquea que le atribuyen al mandatario corre en ambas aceras. Segundo, porque la polarización y la descalificación fue ejercida en contra de él lustros antes, cuando era un opositor enfrentado a un sistema mucho más poderoso. Y tercero, porque sería equivocado creer que estos resentimientos surgen de un reclamo inventado por la retórica presidencial. La injusticia económica, social y jurídica del sistema, incapaz de responder a la mitad inferior de México, creó la materia prima para esa polarización.

Pero en todo caso, repartir culpas en este momento carece de sentido por su inutilidad; la proliferación de odios hace rato que dejó atrás la posibilidad de resolverse mediante un exhorto de buena voluntad dirigido a las partes en conflicto. Lo que está en riesgo es mucho más que un desagradable clima de hostilidad; comenzamos a deslizarnos a algo que podría incidir en la inestabilidad y por ende en la represión.

La gobernabilidad de un sistema reside en la capacidad para responder a las exigencias de los grupos sociales que lo integran. El problema es que la crisis económica ha dejado a esta capacidad al mínimo, porque el Estado se ha quedado sin recursos y la economía se encuentra estancada.

Los subsidios sociales diseñados por el Gobierno más las remesas enviadas por los migrantes son un paliativo, pero están muy lejos de modificar el estatus social de los grupos desprotegidos y, desde luego, se quedan muy lejos de las expectativas de bienestar despertadas por un intento de cambio de régimen. Las políticas públicas de la 4T podrían haber tenido una oportunidad en un mundo sin pandemia, eso nunca lo sabremos, pero ahora está claro que se nos irá buena parte del sexenio tratando simplemente de “recuperar” los niveles de pobreza en los que nos encontrábamos en 2019 (y lamento expresarlo de ese modo).

Por ende, la estabilidad social está amenazada por un doble fuego: por un lado, los grupos desprotegidos que si bien apoyan en lo general al presidente, ya no están dispuestos a esperar para resolver problemas puntuales y buscarán recursos donde puedan encontrarlos. Del otro, por los grupos opositores a López Obrador que se sienten amenazados por sus políticas y lo culpabilizan de todos sus males; de manera creciente intentarán entorpecer su Gobierno o paralizar el efecto de sus estrategias públicas.

El riesgo es que el resto de la población quede de rehén en esta disputa y termine sintiéndose víctima del caos, de la violencia a flor de piel, de las arbitrariedades por los vacíos de poder. A nadie le gusta pasar por una caseta resguardada por una patrulla de soldados; pero menos aún desea correr el riesgo de que su auto sea rodeado y zarandeado por una decena de encapuchados por carecer del billete que le han solicitado. Puestos a elegir, muchos preferirán los soldados y, peor aún, al político que prometa traerlos para meter en cintura el desorden.

Lo cual nos regresa a Lilly Téllez. Estamos a tres años de que levanten la mano los que aspiran a suceder a AMLO (ya lo están haciendo, pero no han llegado los más peligrosos). Por el derrotero que vamos corremos el riesgo de acabar siendo presa de una versión aún más radical y oportunista que esta senadora. Alguien histriónico, fotogénico y dispuesto a mover miedos y prejuicios con una propuesta radical de derecha podría ser irresistible para muchos que estén dispuestos a perder libertades a cambio de orden y seguridad. El líder de Frenaa es un chiste, pero una versión inteligente de él sería material presidencial, tal como están las cosas.

El verdadero peligro para México, he comentado en este espacio, no es López Obrador porque él es la expresión política de un descontento real de masas que se sienten desairadas por el sistema. El verdadero riesgo es que al margen de él, este descontento persista y se exprese por otras vías. Frente a un reclamo violento y exasperado solo quedaría de dos sopas: ceder a las peticiones o reprimirlas. El régimen de la 4T ha intentado ser una versión amable de la primera. No lo está consiguiendo y la responsabilidad es compartida.

Me parece que los círculos moderados y actores pro democráticos que ahora alientan la polarización, indignados por algunas medidas oficiales, no se hacen cargo de ese riesgo; como tampoco lo hace el propio López Obrador y mucho menos los radicales, algunos de ellos fascinados por el revanchismo momentáneo. Ambas partes están invocando, sin proponérselo, una salida límite. Si la 4T falla podríamos quedarnos sin respuestas frente a la mitad desesperada que exige el cambio. O peor, la respuesta podría gustarnos aún menos.

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