La otra rebelión de la granja
La esperanza que ofrece a los que menos tienen la presencia en Palacio Nacional de alguien que habla en nombre suyo ofrece cauces pacíficos a lo que podría haber sido una irrupción violenta en demanda de cambios
El ascenso al poder de Andrés Manuel López Obrador y su convocatoria “primero los pobres” evitó, a mi juicio, el riesgo inmediato que representa la rabia acumulada de vastos sectores que se sentían marginados por el modelo político y económico seguido por gobiernos anteriores. Más allá del impacto de las políticas públicas que hoy intentan beneficiar a los que menos tienen, la mera esperanza que ofrece la presencia en Palacio Nacional de alguien que habla en nombre suyo o el hecho de que consideren que el presidente les representa en su disputa en contra de las élites, ofrece cauces pacíficos a lo que podría haber sido una irrupción violenta en demanda de cambios.
Sin embargo, comenzamos a ver evidencias de que el México más próspero y las élites afectadas por López Obrador, están decididos a dar la batalla. Se neutralizó la posibilidad de un estallido social, pero eso podría haber dado paso a una eventual resistencia-rebelión de las clases medias y altas, con resultados impredecibles.
La toma de grandes presas por agricultores de Chihuahua que puede provocar una crisis entre México y Estados Unidos, la ocupación por tiempo indefinido de la CNDH por activistas y padres de las víctimas, el cisma en la Conago de 10 gobernadores de oposición consolidados en bloque, las manifestaciones domingueras de inconformes que protestan subidos en su carro. Son acciones distintas y obedecen a su propia lógica, pero en conjunto revelan el brote de una resistencia creciente al Gobierno de la 4T.
Grosso modo se trata de la disputa de dos Méxicos, a pesar de que entre ambos exista una enorme banda de grises y matices. Durante cuatro décadas los gobiernos neoliberales inaugurados por Carlos Salinas (1988-1994) impulsaron una transferencia neta de recursos a favor de los sectores superiores y en detrimento de los grupos más desamparados. Desde luego no era esa la intención. Se suponía que la modernización y la vinculación al mercado global, generaría un crecimiento poderoso capaz de hacer prosperar a México en su conjunto. Pero el capitalismo librado a sí mismo no favorece precisamente la igualdad y mucho menos el capitalismo mexicano cargado de privilegios, restricciones a la competencia real y corrupción en beneficio de los poderosos. López Obrador mismo lo expresó categóricamente: en 1988 la revista Forbes publica por primera vez su lista de los hombres más ricos y en ella aparece solo un mexicano entre las 1.000 personas más acaudaladas del mundo, Garza Sada con 2.000 millones de dólares. En 1994, cuando concluye el período de Salinas, seis años después, aparecen en la lista de Forbes 22 multimillonarios mexicanos con 48.000 millones de dólares en conjunto. ¿De dónde salió eso?, pregunta el presidente.
Se trata de una transferencia social hacia arriba que alcanzó a derramar a sectores medios pero no a la mitad inferior que, no solo no prosperó como habrían deseado los apóstoles del neoliberalismo, incluso perdió oportunidades de hacerse económicamente viable y experimentó el deterioro de su poder adquisitivo. El resultado es que hoy 56% de la población trabaja en el sector informal al ser incapaz de incorporarse a un modelo económico que les ignora. Las disparidades se profundizaron hasta hacerse insostenibles y en el fondo es una fortuna que un proyecto de cambio como el López Obrador le haya proporcionado a este pulso social una salida pacífica y democrática.
La apuesta de López Obrador al tomar posesión era similar a la de Salinas, pero en sentido opuesto. Confiaba en que su propuesta beneficiaría a los pobres y, por extensión, a todo el país. Un mejor reparto entre las mayorías expandiría el consumo masivo y activaría a la economía en su conjunto. Pero el descalabro mayúsculo que representa la pandemia ha cancelado esta posibilidad por lo menos varios años. México necesitará la mayor parte del sexenio para recuperar los niveles de 2018, cuando López Obrador tomó posesión. Si desea mejorar la distribución tendrá que incurrir en juegos de suma cero: lo que ganan unos lo pierden otros. Ante la ausencia de crecimiento (en la práctica un achicamiento), cobijar a los grupos más desprotegidos supone descobijar a otros. Y justamente es de lo que se están quejando los sectores afectados.
Nos espera, en consecuencia, una crispación mayor. La propia retórica polarizante del presidente profundiza esta confrontación. Por fortuna, el rechazo de estos sectores a las propuestas de la 4T tiene también un encauce político. Las elecciones intermedias del próximo verano se han convertido en el objetivo inmediato de las fuerzas de oposición y, en general, de los inconformes. Por lo pronto no se trata de paralizar al gobierno o poner al país de rodillas, sino simplemente multiplicar el descontento para asegurar una votación de castigo en contra del presidente y una recomposición del Congreso para obligar a una negociación de las políticas públicas que resulte menos desfavorable a los intereses de los grupos afectados.
El éxito de esta reacción está por verse. Quiero insistir en que mientras la oposición política y económica no se haga cargo de las reivindicaciones de las mayorías, lo único que pueden aportar son reclamos que tendrán eco en sectores acotados. Alcanzará para quitarle posiciones puntuales a Morena en determinados bastiones. Pero en tanto no exista una propuesta viable, honesta y legítima de parte del PRI, el PAN, la llamada sociedad civil y los empresarios frente al tema de la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la inseguridad, difícilmente le quitarán la hegemonía a López Obrador de cara a los sectores populares.
La protesta de esta oposición no alcanzará para cambiar las cosas por lo pronto, pero sí para hacerle la vida imposible al Gobierno y en esa medida a todo el país. Nos espera un largo y desgastante camino a las elecciones del próximo año. Después, veremos.
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