El estado de los estadios
Dos inmensas catedrales del fútbol en Madrid han salido del confinamiento por la covid-19 en ruinas
Pido un aplauso para el guionista. Entre otras cosas que se viven o leen en el guion de la covid-19 para el año 2020 está la rara sincronía de que dos inmensas catedrales en Madrid han salido del confinamiento en ruinas. A la vera de donde fluía como estrecho ensayo de río el llamado Manzanares, ya no queda más que polvo añejo en el vado que ocupara el Estadio Vicente Calderón y un hombre pasea por las tardes (ya con la bufanda de caramelo o la gorra alética) y se le ven las lágrimas en las mejillas. Al otro lado de Madrid, hacia el norte donde hasta los edificios se inclinan en reverencia lo que queda del Estadio Santiago Bernabéu parece remedar sus remotos orígenes, cuando en esos prados se jugaba al balómpie sin necesidad de gradas por falta de afición.
El guion narra la desaparición del Calderón donde parece quedó el aroma de un gol de Hugo Sánchez o la sombra de Paulo Futre o las glorias de la época en blanco del equipo que fue de la Aviación y aún sin colores ya era colchonero y rojiblanco. Hay mucho diálogo que se inclina a favor de que la mudanza del equipo al modernísimo Wanda Metropolitano era presagio o por lo menos preámbulo para un mundo que ha de pasar por pandemia para la redefinición de todos sus principios básicos: por encima de los contratos multimillonarios, los torneos masivos, la mercadotecnia feroz… los magnates de todos los equipos juegan ahora sin público y la preocupación en los vestuarios se centra en las mascarillas.
En el caso del Bernabéu se trata de un maquillaje integral que ha de envolver a la catedral sumergida en un inmenso embrión metálico, para que el juego parezca quizá aún más virtual de lo que ya era. Rondan entre los albañiles las imágenes de todos los fantasmas blancos que han honrado el oficio desde que el balón era de gajos de cuero. Los abonados hemos de volver a las gradas galácticas con el azoro esperado, pero sin negar la nostalgia por las tribunas de pie, las viejas avalanchas inclinadas por donde se celebraban los goles a brincos y sólo se vestían con la camiseta del equipo los niños… porque a los estadios se iba de civil y el estado de los estadios nos ha dejado ahora con la impostura de llevar las camisetas de nuestros clubes en el confinamiento de la covid, si acaso para presumirlas en el balcón cuando se les aplaude a los sanitarios, médicos y enfermeras.
Veíamos el juego en vivo o en la pantalla con tanta publicidad y ruido que habíamos perdido la noción de lo que ahora impone la sana distancia: los juegos sin público han resucitado los gritos entre jugadores, el sonido de una bota que golpea de tres dedos el esférico suena diferente al susurro del pasesito al hueco y las consignas desde la banca llegan con un eco delicioso de acciones como metáfora para la vida. Por supuesto que ya nada es lo mismo y pasará un buen tiempo para lograr abrazar a un extraño en plena euforia por una chilena bien cuajada en el ángulo derecho, pero hay algo de penitencia y propuesta en el estado de los estadios que mueve a la reflexión: quizá no valorábamos debidamente la casi gratuita epifanía de ir andando a un templo sagrado que se abría en medio de la oscuridad como una eternidad en verde y quizá sea tiempo de revalorar que todos los rijosos que asistían para criticar a lo menso y gritar a lo bobo —a contrapelo de apoyar debidamente a sus respectivos equipos— se escuchan ahora más enfermos y ridículos que antes en la insolación de sus sillones, arremolinados en la soledad de la pantalla.
El guion indica que en una de las últimas escenas la cámara hace un paneo horizontal a la orilla de donde fluía el Manzanares, allí por donde una carretera en curva se paseaba por debajo de la grada del Calderón. Se anima el atardecer con el final del paseo del viejo alético que llora en silencio; una voz habla de la diferencia entre la mudanza del Atlético de Madrid a las inmediaciones del aeropuerto de Barajas y a la temporal estancia del Real Madrid en su propia casa, también en las inmediaciones del aeropuerto de Barajas.
El equipo colchonero ha tiempo que ya juega en su nueva casa hipermodernizada y los blancos han de volver a Chamartín, esencialmente en la misma casa que construyó Di Stéfano, Puskas, Gento, la Quinta del Buitre, los jugadores a go-gó, los que jugaban con bigote y todas las leyendas galácticas hasta llegar por los depilados metrosexuales y sigue el guion…. Hasta que la cámara realiza un acercamiento minucioso en las pupilas del viejo madrileño que la va al Aléti, con su bufandilla o su gorra gastada, sin conocer quizá el Wanda Metropolitano y con una deliciosa música que parece schotis una voz el micrófono invisible graba el prodigioso instante en que el hombre declara que –en realidad—al ver ya en ruinas el espacio donde estuvo su hogar durante décadas ha de confesar que es el segundo día más triste de su vida; el día más triste de su existencia fue cuando tumbaron la fábrica de cerveza de la Mahou que se erguía por allí cerca… y así cierra el guion del estado de los estadios de todas las vidas que se han hilado con tanto vacío y mucho desahucio al salir de un confinamiento que quiso robarnos tanta memoria.
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