Solo una chela, por favor

El reglamento de bares y restaurantes de Ciudad de México unifica y consolida. Otra cosa es que se cumpla

Un par de clientes beben cerveza en un establecimiento en Ciudad de México, en noviembre de 2020.Daniel Augusto (Cuartoscuro)

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“Orden dada y no inspeccionada no sirve de nada”, ha dicho la presidenta Claudia Sheinbaum en la Mañanera este mismo lunes. Muchas normas en México se acatan las dos primeras semanas de vigencia y luego se olvidan, sin pena ni sanciones. Po...

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“Orden dada y no inspeccionada no sirve de nada”, ha dicho la presidenta Claudia Sheinbaum en la Mañanera este mismo lunes. Muchas normas en México se acatan las dos primeras semanas de vigencia y luego se olvidan, sin pena ni sanciones. Por ejemplo: se prohibió la venta de cigarrillos sueltos y solo hay que salir de casa para ver que eso no se cumple; se prohibió que los cigarrillos estuvieran a la vista en las tiendas y se taparon solo unos días; se prohibió el uso de plástico para las comidas y bebidas que se venden en restaurantes y puestos ambulantes y nada. Al menos no en la Ciudad de México, de donde partieron algunas de esas leyes. En la capital se ha retocado ahora la Ley de Establecimientos Mercantiles para unificar y consolidar en un solo texto legal el reglamento. ¿Cuánto tiempo se cumplirá lo escrito?

A raíz de la pandemia, cuando solo se permitían los negocios “esenciales”, muchos bares o cantinas se vieron obligados a servir comida para poder abrir al público. El alcohol, por sí solo, no era esencial, las pastelerías, en cambio, sí. En la Ciudad de México, aquel resabio permaneció, de modo que o comes o no tienes derecho a tomar solo una cerveza y leer el periódico tranquilamente. Pues vengan calorías por decreto a cualquier hora del día en un país con una obesidad rampante. Si se trata de un refresco, entonces sí se puede, que eso no es pecado.

El reglamento solo obliga a tomar alimentos para poder consumir alcohol en los restaurantes, naturalmente. Nada de ello dice para los antros, bares, cantinas o similares. Pero ¿cómo saber qué es un restaurante cuando la mayoría tiene sus mesas y, como poco, una carta que incluye un surtido de tacos? Las cantinas sirven comida y no son restaurantes, por ejemplo. Tendrá la ciudadanía que preguntar al dueño bajo qué categoría legal está registrado su negocio. Quizá. Lo interesante sería saber en qué forma puede reclamar un cliente cuando le dicen que no puede tomar una inocente chela si no pide también comida. ¿Acudir a la Profeco? Demasiado esfuerzo por una juguito de cebada. ¿Solicitar un buzón de quejas? No es obligado tenerlo, así que, mejor probar suerte en otro local. Estas restricciones ocurren en la Ciudad de México, cuando se sale a otros Estados el asunto cambia por completo. El pecado se relaja.

La capital está carísima. No solo es la vivienda, también los locales de ocio. Una chela cuesta en los barrios del centro lo mismo que en una terraza de París o de Madrid, es decir, algo que millones de mexicanos no pueden pagar, ni siquiera muchos de los que viven en esas colonias. Si además hay que comer, mejor quedarse en casa. En los últimos años, sin embargo, los restaurantes (lo sean o no) pudieron sacar sus mesas a la puerta para impedir que la pandemia asfixiara sus ganancias. Después se quedaron. Y con condiciones bien ventajosas. Al inicio, extender el comedor a la calle salía por unos 3.000 pesos anuales, algo simbólico, podría decirse, por lucrarse con el espacio que es de todos. Vaya, con unas cuantas cervezas pagan el impuesto anual. Pronto llegaron las quejas de los vecinos, hartos de escuchar el ruido, ya sea de los clientes o de la música a todo volumen todo el día. El nuevo reglamento dice que el sonido debe quedarse dentro del local. En fin, que se lo digan a los mariachis o a los puestos ambulantes que prenden sus bocinas todo el santo día, desde que se inicia la limpieza de buena mañana. México es un país con los decibelios desatados, muy por encima de lo que dictan las recomendaciones de salud internacionales. De salud. No de capricho.

Dice también el texto legal ahora unificado que los “enseres” de los establecimientos solo podrán colocarse en las banquetas (aceras) que midan tres o más metros y siempre garantizando que dos de ellos sean para lo que son las banquetas, el paso de los ciudadanos. En este apartado el chiste es evidente. Hay locales, ahí, debajo de sus casas, todos pueden verlos, donde no cabe una persona de perfil entre el bar y las mesas, mucho menos una silla de ruedas, un carrito infantil o uno de ir a la compra. ¿Este abuso del espacio público sirve al menos para que el gobierno recaude sus buenos impuestos? No parece. Y se trata de exitosos restaurantes en zonas de clase media, no de un humilde puesto ambulante.

Y de poco sirve que monten y desmonten sus “enseres” a diario, si por la noche no estorban, como mucho al carro que quiere estacionarse, pero no al peatón, que ya fue estorbado todo el día. Pasar por algunas banquetas en calles de mucha presencia de restaurantes, como la calle Lerma en la Cuauhtémoc, por poner un solo ejemplo, obliga a veces a hacer un slalom gigante, sorteando mariachis, mesas, meseros, garroteros y hostess con todo y su atril en plena calle.

Lo dicho: orden dada y no inspeccionada no sirve de nada.

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