La verdad sobre el ‘caso Ayotzinapa’, según López Obrador
En ‘¡Gracias!’, su último libro, el mandatario dedica docena y media de páginas a su visión de la embestida contra los normalistas. Insiste en el relato de que fuerzas conservadoras atacan a su Gobierno. Sorprende la elección de pruebas para apuntalar sus argumentos
Pocas desilusiones tan grandes deja el Gobierno saliente como el estancamiento del caso Ayotzinapa. La investigación del ataque contra un contingente de estudiantes normalistas hace ya casi 10 años en Iguala, en el Estado de Guerrero, y la desaparición de 43, llega al final del sexenio como llegó al final del anterior, en punto muerto. Las pocas novedades sobre el tema responden al interés político del Gobierno, empeñado en no quedar como el malo de la película. Los...
Pocas desilusiones tan grandes deja el Gobierno saliente como el estancamiento del caso Ayotzinapa. La investigación del ataque contra un contingente de estudiantes normalistas hace ya casi 10 años en Iguala, en el Estado de Guerrero, y la desaparición de 43, llega al final del sexenio como llegó al final del anterior, en punto muerto. Las pocas novedades sobre el tema responden al interés político del Gobierno, empeñado en no quedar como el malo de la película. Los ocho militares presos por el caso, comidilla de las últimas semanas, ilustra lo anterior.
En este contexto aparece el nuevo libro del presidente, Andrés Manuel López Obrador, que dedica docena y media de páginas al caso, con anécdota de Francisco I. Madero incluida. En ¡Gracias!, el mandatario insiste en el relato de que fuerzas conservadoras infiltradas entre los investigadores y en el equipo de abogados de las familias de los estudiantes desaparecidos han tratado de dar al traste con sus esfuerzos por resolver el caso. En algunos párrafos, las frases parecen sacadas de sus andanadas matutinas ante la prensa, sin cambio alguno.
Sorprende la parte final del relato, la verdad de Ayotzinapa según López Obrador, por las partes del expediente que elige y hace suyas. Son pruebas que aparecen en las páginas del libro como bases de una verdad de momento escurridiza, más allá de Palacio Nacional. López Obrador usa la declaración del testigo protegido Neto, una de las novedades de los investigadores estos años, y toma su versión del destino final de los estudiantes como verdad. El mandatario apoya los dichos de Neto en un documento inédito, una visita del mismo testigo a Iguala, señalando los lugares donde habrían quemado los cuerpos de los estudiantes.
Importa el pasaje, las 18 páginas, porque permite constatar la lógica de López Obrador, atrapado en un juego de todos contra mí. Si el estancamiento de las pesquisas del caso Ayotzinapa es grave, la intentona de imponer un relato sobre el motivo del impasse no lo es menos. Así, los malos de la historia son, entre otros, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), el equipo de investigadores que trabajó codo con codo con el Gobierno y la Fiscalía estos años, hasta su salida voluntaria en julio pasado, dada la cerrazón del Gobierno de entregar toda la información requerida. Encarna el mal el GIEI, igual que los jueces, culpables de liberar a decenas de detenidos en años del Gobierno anterior, presidido por Enrique Peña Nieto (2012-2018), del PRI. El mandatario plantea aquí un argumento difícil de entender. Reconoce que muchos de esos liberados fueron torturados por el equipo de investigadores de Peña Nieto, liderado por el procurador entonces, Jesús Murillo, y su coordinador sobre el terreno, Tomás Zerón. Pero critica que entre los liberados había perpetradores del ataque y de la desaparición de 43 estudiantes. ¿Qué se supone que debían hacer los jueces, aceptar la tortura como método de investigación?
En una lógica parecida, con un punto más de conspiración y paranoia, López Obrador señala que uno de los magistrados culpables de soltar a los perpetradores fue alumno del director entonces del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro, Mario Patrón. Abogados del Centro Pro han integrado el equipo legal de las familias de los 43 desde el ataque, y han criticado las maniobras del Gobierno, primero con Peña Nieto, y ahora, al final, con López Obrador. En el libro del presidente, los abogados son parte del andamiaje opositor liderado por el “filopanista” Emilio Álvarez Icaza.
Los ejemplos anteriores ilustran el estado de las cosas. Desde verano de 2022, la ruptura entre las familias y el Gobierno se agranda. Ahora ya, el Ejecutivo ni siquiera trata de conciliar, como ocurría en los años de Alejandro Encinas al frente del equipo gubernamental de investigadores, la Covaj. Sus sucesores pelean por el relato y no han tenido reparos en emplear artimañas criticadas del peñismo con tal de apropiárselo. El último ejemplo es el más cruel: ahora, la Covaj toma de interlocutores a un grupo minoritario de familiares, liderados por el padre de un normalista que salió con vida de Iguala, Felipe De la Cruz, repudiado por la mayoría hace años.
Neto y las funerarias
López Obrador elige a Neto como vehículo de su verdad. Testigo protegido, llegó a la unidad especial de la Fiscalía para el caso Ayotzinapa de la mano de la Covaj, entre 2020 y 2021. Declaró que había sido un integrante de bajo rango del grupo agresor la noche de los hechos, Guerreros Unidos, y que participó en el operativo limpieza, posterior al ataque. Parte del operativo limpieza incluía deshacerse de una cantidad indeterminada de cuerpos en dos funerarias de Iguala.
Su relato inicia entre las 21.00 y las 23.00 de aquel fatídico 26 de septiembre de 2014 y concluye al amanecer del 27. Neto no participa en el ataque, según cuenta, sino en la fase siguiente, cuando Guerreros Unidos se deshace de los cuerpos de los 43. El testigo explica que llega con otro integrante del grupo a una bodega en Iguala. Allí cargan bultos envueltos en bolsas negras. Antes, han ido a comprar productos de limpieza. Los bultos los llevan a una funeraria con crematorio. Como no caben todos, llevan el resto a otro crematorio, que él llama el horno verde, y que hacía las veces de servicio forense en el municipio.
En la primera funeraria, Neto se da cuenta de que esos bultos son “cuerpos destazados”, porque las bolsas se rompen y empieza a salir sangre de ellas. Apilan las bolsas con los cuerpos y empiezan a quemarlos. Su compañero, Patricio Reyes Landa, alias Pato, se comunica por radio con el jefe de ellos, alias El Negro. Le dice que los cuerpos tardan en quemarse. Es él quien dice que vayan con cuerpos al otro crematorio. Neto dice que mientras los dos hablan por radio, escucha, del lado de El Negro, gente gritando. El Negro está en la bodega donde han recogido los primeros bultos.
Neto y Pato van a la segunda funeraria, descargan cuerpos. Mandan a un tercero, alias Barney, a por más productos de limpieza. Entre todos limpian esa segunda funeraria. Neto y Pato vuelven a la primera y hacen lo mismo. Allí, cuenta, se percata de que “no se alcanzaron a cremar todos los cuerpos, por lo que pienso que se metieron en fosas”. Él y los suyos limpian también los vehículos en que han transportado las bolsas con los cuerpos. Luego vuelven a la bodega del principio, donde está El Negro. Dejan las camionetas, que luego al parecer este último quemará. Luego Neto se va.
Los problemas de su testimonio son varios. Primero, habla de que actúa a las órdenes de un hombre, El Negro, que nunca antes había aparecido en el radar de los investigadores. A día de hoy no saben quién es, qué relación tenía con los hermanos Casarrubias, líderes de Guerreros Unidos, con sus enlaces en la zona, caso de su tío, Juan Salgado Guzmán, alias El Caderas, asesinado por policías de la Fiscalía, en 2021, o con los grupos asociados principales, caso de los hermanos Benítez Palacios. No se sabe prácticamente nada, solo que a las órdenes de El Negro, dice Neto, estuvo uno de los primeros detenidos por el caso, alias Pato, liberado luego por tortura.
Es extraña la elección de Neto por parte del presidente, de entre la docena de testigos nuevos que maneja la Fiscalía. Neto depende de un personaje, El Negro, que los investigadores han fallado en identificar estos años. El nombre de El Negro tampoco aparece, por ejemplo, en las declaraciones de uno de los testigos más importantes para el caso, Juan, este sí, perfectamente identificado como uno de los lugartenientes de los Casarrubias en la zona en la época. Ni una mención. Aparece, sin embargo, en las declaraciones de Carla, otro testigo protegido, quizá de los más endebles, que sirvió a la Fiscalía, hace unas semanas, para completar la acusación contra ocho militares, por su presunta colusión con Guerreros Unidos.
López Obrador acompaña esta parte final del pasaje con otros dos documentos, cuya inclusión no puede considerarse menos que irónica. Se trata de dos intervenciones a las comunicaciones de Guerreros Unidos y asociados, que hizo el Ejército el mismo 26 de septiembre de 2014 y unos días más tarde, el 4 de octubre, dados a conocer por la Covaj en octubre de 2021. En el primero, un presunto policía de Iguala y “Gil” uno de los lugartenientes de los Casarrubias, hablan del traslado de 17 de los 43 estudiantes, retenidos en una “cueva”. En el segundo, otro presunto policía de un pueblo cercano y un jefe de Guerreros Unidos en la zona hablan del escondite de Gil, entre otras cosas.
Es irónico, pues estos documentos figuran en el centro de los reclamos de las familias. Su divulgación hace dos años y medio mostró a las familias el camino: si el Ejército había monitoreado estas conversaciones, si uno de sus trabajos en la época era espiar a Guerreros Unidos y su andamiaje de apoyo institucional, ¿qué más había en sus archivos? La respuesta siempre ha sido que nada, respuesta que López Obrador ha hecho suya y ha provocado el descalabro de las investigaciones.
El mandatario ignora el núcleo de las exigencias de las familias. Ni las menciona. No le parece raro que el Ejército no encuentre más intercepciones intervenidas. No le resulta extraño que ese par de documentos integren exclusivamente el producto de inteligencia castrense en Iguala en la época. No lo cuestiona. Es posible que tantos años después no existieran estos documentos. Pudieron haber sido destruidos. Esta posibilidad revela el límite de un Estado que se investiga a sí mismo. Porque, si ya no existían, ¿por qué el presidente, que juró resolver el caso Ayotzinapa, no ordenó una investigación sobre la desaparición del acervo, que el GIEI calcula en cientos de hojas?
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país