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Abuelas poderosas: les quitaron a sus hijas, ahora pelean por los derechos de sus nietos

Viridiana y Milagros fueron asesinadas por sus parejas. Hace dos años que Fabiola está desaparecida. Son sus madres las que luchan porque los menores que ellas dejaron tenga acceso a la sanidad o puedan cambiar el apellido de los agresores

Viridiana, Milagros y Fabiola en fotos compartidas en redes sociales.
Viridiana, Milagros y Fabiola en fotos compartidas en redes sociales.Cortesía
Beatriz Guillén

A Cristela Soto le devolvieron a su hija por los pies y eso una madre no lo puede olvidar. La noche del 16 de julio de 2016, Edgar Omar Piña llegó a casa de su suegra “gritando como loco”. Suplicaba perdón, antes de mostrar por qué debía ser perdonado. En el fraccionamiento de Los Nogales, de Torreón (Coahuila), estacionó su camión y abrió la cabina. “Y yo veo cómo la jala de los pies y me la avienta al pavimento. Me la deja así, en el pavimento”, murmura Soto. A Daisy Viridiana Martínez Soto, de 27 años, la llevaron rápido a un hospital, pero no pudieron salvarla. “Estaba brutalmente golpeada: muerte cerebral”, dice su madre. Dejó un niño pequeño, Dominik, para el que la herida no había hecho nada más que empezar.

En México, 10 mujeres son asesinadas cada día, siete son desaparecidas. De tanto repetir las cifras parece que se distorsionan las historias, pero detrás del número están Daisy Viridiana y Dana Milagros Cigarroa Rocha, asesinadas por sus parejas, y también Fabiola Narváez, a la que se llevaron junto a una amiga y nunca más volvió; y detrás de ellas están sus hijos y, por suerte, están sus madres. Estas abuelas que se convirtieron de la noche a la mañana en guardianas y casi abogadas, que han aprendido, entre la pérdida, de leyes y trámites para garantizar los derechos básicos de sus nietos, desde el acceso a la salud o a una educación digna.

Acaban de pasar siete años y el dolor de Cristela sigue intacto, pero dice que ahora sabe mucho más. Hacía tiempo que Viridiana sufría violencia de género. “Él la golpeaba y la había amenazado. Mi hija ya lo iba a dejar”, cuenta esta mujer vigorosa por teléfono. Pero no le dio tiempo. Esa noche, Piña, conductor de camiones, recogió a Viridiana y a su hijo en el vehículo. Según lo que ha podido recabar la familia, la mató a golpes delante del niño, después paró a dejar el cuerpo en un terreno baldío, pero ante los lloros de Dominick la volvió a subir al camión, hasta que se la entregó a Cristela ya sin vida.

A la izquierda, Cristela Soto, a la derecha Rosa Rocha, ambas con una playera morada y la fotografía de su hija asesinada.
A la izquierda, Cristela Soto, a la derecha Rosa Rocha, ambas con una playera morada y la fotografía de su hija asesinada.Cortesía

Dominick se convirtió, de pronto, con cuatro años, en un testigo clave del crimen. “No hubo protocolos para tratar con él. Lo interrogaron personas que no estaban capacitadas y llegó un momento en que ya no podía ni hablar, ¿por qué revictimizar así a los niños?”, pregunta su abuela. Tras casi tres años sin avances, en los que Cristela se convirtió también en investigadora, consiguió llevar a juicio al asesino de su hija. También ahí tuvo que hablar el niño. “Lo hicieron declarar. Dijo que vio cómo él le pegó a su mamá, que la agarró a patadas. La abogada del imputado le preguntaba, por ejemplo, ¿cómo viste que la golpeó? Y él contestaba: porque yo iba dormido en el camión y mi perrito Chase gruñía y me despertó, o ¿cómo sabías que era de noche? Porque había muchas estrellas”, relata Soto las palabras de su nieto. Edgar Omar Piña acabó condenado a 42 años y seis meses de cárcel.

Pero ahí solo acababa una lucha. Dominick, que en su primera acta de nacimiento se llama Dominick Omar Piña Martínez, rechazó llevar el nombre de su padre. “Cuando lo llamaban Omar o Piña, decía que venía el monstruo, se escondía y lloraba”. En un proceso inédito en Coahuila, que duró años e incluyó que Cristela consiguiera la patria potestad del niño, el menor consiguió cambiar de nombre y apellidos, y ahora lleva los mismos que Viridiana. El pasado 19 de octubre, el niño se tomó una foto sonriente con su nuevo documento, era el cumpleaños de su madre: hubiera cumplido 33.

Ahora Soto pelea por la reparación integral del daño: “Que se estipule que los niños tengan derecho a una vivienda digna, un psicólogo especializado, no queremos despensas con gorgojos. Necesitamos que a nuestros hijos nos los cuiden, una beca para sus estudios. Porque hay muchos niños que no tienen seguro ni nada y han perdido a sus madres”.

“Abuela, podemos llorar juntas”

A las tres y media del 13 de enero de 2021, Fabiola Narváez salió junto a una amiga, en una moto, para tramitar una tarjeta de débito en Puebla. Y eso, tan sencillo, fue el final de cualquier pista. Su madre, María Eugenia Rojas, no ha recibido ningún avance en más de dos años. Hay una mujer detenida, pero nada en firme, ni siquiera sabe si ella realmente tuvo algo que ver con el crimen. Y sobre todo no hay rastro de Fabi y su amiga: son dos jóvenes más entre las 110.845 personas desaparecidas que tiene México, de las que 26.300 son mujeres. Un agujero al que solo las familias tratan de rascar algún resto, algún hueso, que les hable de qué les pasó a quienes querían.

Fabiola tiene dos hijas, ahora de cinco y nueve años. María Eugenia es quien se ocupa de Ariadna, la mayor. “La niña al principio me dijo que no quería ir a la escuela porque ahí van las mamás de los demás a buscarlos y la suya no iba”, relata Rojas, que señala que todo se pone peor en fechas como el 10 de mayo o en Navidad. “Abuela ya van a venir los reyes, ¿qué crees?, yo no les voy a pedir juguetes, les voy a pedir que traigan a mi mamita”, relata María Eugenia la tristeza de su nieta, “pero ellos no traen personas, le digo, ‘pero, ¿y si sí? Ellos son magos”.

María Eugenia Rojas y su nieta Ariadna.
María Eugenia Rojas y su nieta Ariadna.CORTESÍA

Aunque los primeros días trataron de ocultárselo, Ariadna adivinó muy pronto que su madre estaba desaparecida y lidia con las preguntas constantes de si ya volvió. “La niña una vez me dijo: ‘¿Podemos ir al cuarto? Quiero llorar un ratito por mi mamá'. O a veces pregunta: ‘¿Si ya no lloro es porque dejé de querer a mi mamá?’. Yo le digo que no, que nosotras estamos luchando contra la vida, que tenemos que ser bien fuertes y que si tiene ganas de llorar, no pasa nada. Se me queda viendo y me abraza bien fuerte. ‘Abuela, podemos llorar juntas”.

María Eugenia tiene 62 años y ha trabajado toda la vida: en un taller mecánico, como técnica de electrónica, en contabilidad, en el laboratorio de Cruz Roja, como ayudante de cocina en una fondita, también ha sido socorrista. Por eso tiene derecho al Seguro Social, la salud pública para los trabajadores formales en el país. Su pelea ha estado centrada ahora en que ese derecho se los den también a su nieta: “En ausencia de mi hija, es como si yo fuera su mamá. Entonces si yo soy derechohabiente, que también lo sea ella y si se pone enferma pueda llevarla al IMSS. Yo metí los papeles y el seguro me los rechazó, me dio un rotundo no”. Apoyada en la clínica jurídica Minerva Calderón, de la Universidad Iberoamericana de Puebla, inició la batalla legal.

El abogado que la ha acompañado en el proceso, Simón Hernández, explica cómo el caso de María Eugenia y Ariadna “es representativo de las barreras no solo institucionales, sino legislativas, a las que se enfrentan los familiares de personas desaparecidas para ejercer sus derechos”. Aunque debería ser obligatorio desde 2017, con la aprobación de la Ley General de Desaparición, hay 15 Estados del país que todavía no tienen una declaración especial de ausencia por desaparición, entre ellos está Puebla. Este mecanismo permite que, sin declarar a una persona formalmente fallecida, su familia pueda acceder a cuentas del banco, afrontar contraros o como en el caso de Rojas: inscribir a su nieta en el seguro social. “Todo eso genera inseguridad jurídica y la denegación de derechos muy elementales. Además se agrega la práctica institucional que suele ser revictimizante”, apunta Hernández.

Gracias a un amparo, María Eugenia consiguió que una jueza ordenara al Seguro Social atender a Ariadna en el caso necesario, aunque todavía no la han inscrito formalmente. Además, la juzgadora envió una carta a la niña para explicarle en formato fácil la decisión que había tomado y cómo le afectaba. “No tenemos antecedentes de una decisión así, para casos de desaparición no se había dado nunca”, explica el abogado, que cree que puede servir de precedente para que algunos de los otros miles de casos en situaciones similares se basen en cómo lo hicieron.

Una vida partida

Rosa Rocha tuvo que dejar a sus tres hijos en Dallas, Texas, cuando recibió la llamada: su hija había sido asesinada. Ocurrió cómo Dana Milagros Cigarroa Rocha había advertido al Ministerio Público que ocurriría. Su esposo la apuñaló, tal y como la amenazó muchas veces antes y como constaba en la denuncia por violencia de género que ella había interpuesto cinco meses antes en la Fiscalía de Coahuila. Denunciar no la salvó. El 11 de octubre de 2015, con 26 años, Rosa perdió a su hija después de un larguísimo historial de violencia, y dos niños, de cinco y ocho años, perdieron a su madre. “Cuando llevaban a mi hija en la ambulancia, ella le decía al paramédico: ‘No me dejes morir, porque mis hijos me necesitan”, recuerda Rocha, que incide en el daño que vivieron sus nietos como testigos del crimen: “La niña recuerda todo. Ella escondió el arma, un cuchillo cebollero, para que no siguiera dañando a su mamá”.

Rosa llegó directamente al funeral y se centró en lo más importante: los niños. “Con todo mi dolor y mi tristeza, había dejado a mis hijos en el otro lado para venir a recuperar a mis nietos. Empecé los trámites de la patria potestad, pero es muy desgastante”, cuenta por teléfono. Tardó dos años en conseguirlo y otros tantos en que a él le condenaran: en total 30 años de cárcel. “Una sentencia que no es justa, porque justo sería que nos regresaran a nuestras hijas”, añade. Desde entonces, pelea por la reparación integral del daño, un proceso que, después de ocho años, todavía no se ha arreglado. Ocho años en los que Rosa no ha visto a los tres hijos que dejó en Dallas porque no tiene el permiso para cruzar a Estados Unidos y ellos —apenas adolescentes— todavía no tienen el dinero para ir con ella. Todas las vidas rotas por un feminicidio.

“Es carne de nuestra carne lo que nos arrebataron. Lamentablemente siguen los feminicidios y se nos desgarra el corazón, porque vemos lo que nosotras hemos andado en este sufrimiento y vemos otras familias que empiezan. Queremos que las autoridades sean empáticas, a pesar de que estamos viviendo todo ese duelo, todavía nos victimizan más. Es un trayecto tortuoso. También para esos hijos que aún lloran la pérdida de su mamá, porque en las escuelas aún son victimizados”, dice Rosa, “a veces, me pregunta mi nieto: ‘abuela, ¿a qué por mi culpa no mataron a mi mamá?”.

El grupo de mujeres, llamado Madres Poderosas, que pelea por los derechos de sus nietos en Coahuila. A la izquierda de gris, Rosa Rocha, y de azul en el centro, Cristela Soto.
El grupo de mujeres, llamado Madres Poderosas, que pelea por los derechos de sus nietos en Coahuila. A la izquierda de gris, Rosa Rocha, y de azul en el centro, Cristela Soto. Cortesía

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Beatriz Guillén
Reportera de EL PAÍS en México. Cubre temas sociales, con especial atención en derechos humanos, justicia, migración y violencia contra las mujeres. Graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS.

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