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“Yo la entregué con vida al Estado”: la historia de Vianney Hernández, la madre que buscó justicia en Guatemala y terminó huyendo a Estados Unidos

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“Yo la entregué con vida al Estado”: la odisea de Vianney Hernández, la madre que buscó justicia en Guatemala y terminó huyendo a Estados Unidos

La muerte en 2017 de una de sus hijas en el incendio de un centro de acogida desencadenó un calvario en el que se mezclan denuncias, amenazas y una fuga. Hoy Hernández intenta rehacer su vida con el temor constante de ser deportada

El cuerpo de Vianney Hernández Mejía es un mapa. Sobre su piel se superponen tatuajes y cicatrices que registran los lugares, los nombres y las tragedias que la han atravesado. Su historia, la de una mujer nacida en 1972 en un pueblo del norte de El Salvador, que formó una familia en Guatemala, huyó a México para protegerse y hoy resiste en Estados Unidos, tiene puntos que duelen apenas se pronuncian: violencia doméstica, guerra civil, abuso infantil, migración forzada. Pero ninguno marcó tanto su vida como el 8 de marzo de 2017, el día que su hija Ashley Angely, de 16 años, murió asfixiada y quemada en un aula cerrada con llave en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, en las afueras de la Ciudad de Guatemala.

“Mi vida no fue fácil desde pequeña”, recuerda. Creció en una finca ganadera en Guazapa, El Salvador, una zona fuertemente golpeada por la guerra civil. Ella soñaba con ser bailarina, “pero lo que recibía eran golpes”. A los nueve años huyó de casa. Dejó la escuela para trabajar cortando mandarinas y naranjas y, siendo todavía una niña, cayó en consumo de drogas y fue víctima de prostitución.

Vianney Mejía en su casa en Charlotte, el 5 de octubre de 2025.

Así suenan los primeros años de Vianney y apenas han pasado diez minutos de esta entrevista. Lo relata sin dramatismo, casi con la resistencia de alguien que ha tenido que contar su historia demasiadas veces. A ratos calla largo. A ratos llora. En sus brazos tatuados, las lágrimas parecen deslizarse sobre tinta negra que funciona como una cartografía del dolor.

A inicios de octubre de 2025 EL PAÍS y Plaza Pública la entrevistaron en la pequeña habitación de paredes moradas en la que vive sola en Estados Unidos, a donde migró hace tres años, en una localización que se omite debido a su situación migratoria. Desde el incendio en el Hogar Seguro, Vianney se convirtió en una de las madres más energéticas que buscaba justicia por la muerte de su hija y la de otras 40 niñas víctimas del fuego y la negligencia estatal. En 2022, mientras el caso avanzaba a paso lento y ella reclamaba más acciones, recibió amenazas y presiones para que retirara la denuncia, y aunque acudió al Ministerio Público no recibió apoyo ni protección.

Para resguardar la vida de su familia, Vianney migró por sus propios medios junto a dos de sus hijas y sus nietos, cruzó el territorio mexicano y llegó hasta la frontera con Estados Unidos para pedir refugio con el expediente del caso del Hogar Seguro bajo el brazo. Aunque no recibió protección legal, ahora trabaja limpiando habitaciones en un hotel de lujo en ese país, mientras esquiva la presencia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por las siglas en inglés), en un momento en que el presidente Donald Trump ha convertido a los migrantes en el principal enemigo de su Administración.

Las familias acuden cada aniversario de la tragedia al edificio que albergó el Hogar Seguro para recordarlas y exigir justicia.

El incendio, el punto de quiebre

El 7 de marzo de 2017, una noticia estremeció Guatemala. Niñas, niños y adolescentes del Hogar Seguro huyeron del lugar como una forma de protesta por los malos tratos que recibían, desde comida en mal estado hasta agresiones de parte del personal encargado de protegerlos.

Tras la huida, las autoridades de la Secretaría de Bienestar Social (SBS), a cargo del hogar, llamaron a la Policía Nacional Civil (PNC), que entre macanas y gas pimienta los persiguieron hasta detenerlos y regresarlos. Aunque la policía no tenía un rol oficial para resolver la situación, una llamada del entonces presidente Jimmy Morales provocó que 100 agentes más llegaran al lugar mientras las autoridades a cargo de la protección de la niñez debatían sobre qué hacer. La solución de la SBS, la Procuraduría General la Nación y la Procuraduría de los Derechos Humanos, fue encerrar a 56 niñas y llevar a los varones a un auditorio amplio; todos quedaron bajo custodia de la policía, que encerró a las mujeres tras un candado con llave.

Lo que pasó horas después fue examinado durante un juicio que tardó siete años en iniciar y duró un año. Confirmó que dentro de esa aula cada niña tenía menos de un metro cuadrado de movilidad, y que en su desesperación ante el encierro una de ellas prendió fuego a un colchón con la esperanza de que al ver el humo la policía abriría la puerta. No fue así, la agente policial que tenía la llave se tardó nueve minutos en quitar el candado, y en ese tiempo el fuego se esparció, llegó a una temperatura de 300 grados celsius, acabó con la vida de 41 niñas y dejó con quemaduras graves a otras 15. Dentro de esa aula murieron inmediatamente 19 adolescentes, entre ellas Ashley.

Vianey Mejia posa para un retrato en su casa en Charlotte, NC. El 5 de octubre de 2025.

Vianney pasó, junto a decenas de madres y familiares, por un calvario de más de 24 horas en las que rebotó entre la morgue y hospitales, buscando el paradero de su hija, en un caos que parecía una pesadilla sin principio ni fin. En la morgue dio su muestra de ADN y tras horas de esperar de pie, recibió la noticia, su niña había fallecido en el incendio. Una pared era lo único que la separaba del cuarto frío donde estaba Ashley. La llamaron a identificar su cuerpo y ella se negó.

“Yo le dije no, yo no, no, yo no voy. Yo la voy a recordar como yo se la entregué con vida al Estado, yo la metí ahí [al hogar], y ahora el Estado me la está entregando quemada en una caja”. En su sufrimiento la madre inició un camino que todavía no ha terminado: pelear contra un sistema de impunidad y corrupción. Vianney no imaginó que esa búsqueda la llevaría a abandonar Guatemala y a cruzar México para resguardar su vida en Estados Unidos.

Ashley tenía 16 años cuando murió bajo custodia estatal. Hasta el día de hoy Vianney sufre por no haber tenido la oportunidad de celebrar sus quince años.

La búsqueda de justicia, amenazas y el plan para dejar Guatemala

Un mes después del incendio en el Hogar Seguro el Ministerio Público capturó a ocho funcionarios y empleados públicos que estuvieron involucrados en la toma de decisiones que llevaron a encerrar a las niñas en un aula bajo llave. Las familias apenas se estaban recuperando del trauma de perder a sus hijas, verlas quemadas y enterrarlas, cuando tuvieron que presentarse en la Torre de Tribunales para ser parte del caso, un proceso revictimizante pues estuvieron presentes cuando en las audiencias se expusieron las fotografías de sus cuerpos. Una de esas madres, quizás la más vocal, era Vianney.

Aunque los ocho exfuncionarios fueron enviados a prisión preventiva y un juez ordenó iniciar una investigación formal, con los meses y años el caso se fue desbaratando. Uno a uno salieron de la cárcel, recibieron beneficios de las cortes y el caso se retrasó por años. Pero aún con energía en su voz y en la mirada, Vianney se plantaba frente a las cámaras y micrófonos de los medios de comunicación para exigir justicia por las niñas.

En ese tiempo su cuerpo se convirtió en una vitrina para hablar de esta historia, la historia de Ashley, la de las niñas del Hogar Seguro, las niñas de Guatemala. En el brazo derecho lleva tatuado un retrato en blanco y negro de su hija; en el antebrazo, un girasol, la flor que se transformó en el emblema del caso. En otra parte del cuerpo se tatuó un colibrí, símbolo de las mujeres que la acompañaron en su búsqueda de justicia.

Vianey Mejia posa para un retrato en su casa en Charlotte, NC. El 5 de octubre de 2025.

En una pierna se añadió otro símbolo que representa a esta historia, la frase “Nos Duelen 56”, por la cantidad de niñas afectadas por el fuego. Dentro de esta imagen se incluye a un bebé porque una de las adolescentes que falleció estaba embarazada. En otro lado de la pierna tiene inscrita una balanza de la justicia, que a su vez es la imagen del libra, su signo zodiacal. Y en otra zona de su piel destaca una leona rodeada de flores, un símbolo de la fuerza que —dice— define su personalidad.

El proceso judicial por el incendio se prolongó durante ocho años. En su búsqueda de respuestas —y por convertirse en una figura incómoda para el sistema de impunidad en Guatemala— Vianney confirmó que asesinaron a un hombre que se había puesto en contacto con ella para sugerirle que retirara la denuncia contra los funcionarios involucrados, con el fin de disuadir también a otras madres, y advirtió que la estaban siguiendo. “Ahí fue donde pedí más protección”, explica.

Buscó apoyo en una institución en México que brinda acompañamiento a personas en riesgo y fue enlazada con un equipo especializado, aunque lo que más perdura en su memoria es la sensación de urgencia. “Yo dije: ‘Me voy. Me voy a Estados Unidos”. Era la segunda vez que lo intentaba. A los 17 años había tratado de migrar hacia el norte con apenas 500 colones salvadoreños (unos 57 dólares) pero fue detenida y deportada. “Me agarraron y me deportaron a El Salvador. Ya no quise regresar a México porque estaba muy embarazada [de su primer hijo], ya se me miraba mucho el estómago. Entonces dije: ‘No, el traqueteo no está tan fácil”.

En México le hablaron de los programas disponibles para entrar legalmente a Estados Unidos. Aunque Vianney logró obtener una visa humanitaria para transitar por territorio mexicano, usó la aplicación CBP One para solicitar una cita de ingreso a través de los puertos de entrada legales a Estados Unidos. Aunque inició el proceso, no lo continuó, por lo que su presencia en ese país está a expensas de esquivar al ICE. Su objetivo es volver a Guatemala.

Vianney  muestra su pierna con el tatuaje de un símbolo que representa a esta historia, la frase “Nos Duelen 56”, por la cantidad de niñas afectadas por el fuego.

La nueva vida en Estados Unidos

La llegada a Estados Unidos no trajo descanso. Trajo, más bien, una nueva batalla. Vianney ha trabajado en todo lo que se ha podido: reparando techos, limpiando jardines, cortando grama, pintando casas, en construcción y también preparando comida para vender entre sus vecinos. “De lo que haya trabajo, ahí le entro”, dice. En su teléfono guarda fotografías de esos oficios, pruebas de que nunca se detiene.

En sus tiempos libres tampoco descansa. Para calmar la mente hace manualidades, como la vez que cosió a mano una tela amarilla para ensamblar 56 girasoles que luego envió a Guatemala para que fueran colocados en el altar en memoria de las víctimas del fuego, ubicado en el parque central de la capital de este país centroamericano.

Para calmar la mente, Vianney hace manualidades, como girasoles, que luego envía a Guatemala para que sean colocados en el altar en memoria de las víctimas del fuego.

Su rutina en Estados Unidos empieza de madrugada y termina de noche, entre dolores en los huesos y una soledad que a veces pesa más que el cansancio. Hoy trabaja en un hotel de lujo limpiando habitaciones a las que nunca imaginó entrar. “Hasta diez mil dólares cuesta una noche”, dice todavía indignada. “Cuando me dijeron eso, dije: ‘Qué pecado hacen con nosotros’”. Ella gana 16.50 dólares por hora.

Dentro del esfuerzo, Vianney trata de disfrutar sus días, es disciplinada con limpiar cada detalle del lugar y le gusta bromear para alegrar a sus nuevas compañeras de trabajo, incluida a su jefa, con quien se comunica entre pocas palabras e inglés y español. La rutina en el hotel a veces se cruza con momentos inesperados. Como aquella vez en que Lionel Messi se hospedó en el lugar y aunque ella limpiaba en el mismo piso, no pudo verlo, recuerda entre risas.

El trabajo la mantiene distraída del vacío que dejó la muerte de Ashley. No habla de su historia, pero los tatuajes y las marcas en su cuerpo arrojan unas pistas por ella, anticipan sin palabras el camino que ha recorrido. Pero, insiste, como dijo al inicio de esta entrevista, que duró dos días, su tristeza la convierte en alegría, “así soy yo”.

Pero hay días en que su cuerpo comunica otras cosas.

“Ayer pasé todo el día en la cama. No me levanté para nada. Siento que tengo un problema en los huesos”. Busca alivio en programas de medicina natural, pero cada tratamiento cuesta. “Si no, ¿quién va a pagar la renta?”. Paga 500 dólares por un cuarto, 50 de luz y 50 de agua. Con ese gasto, la salud se vuelve un lujo. Por eso trabaja seis días a la semana; en temporada alta, incluso más.

Tras estos dos días de entrevista hay casi tres semanas sin descanso. Para un migrante cada hora cuesta, incluso si la usa para contar su historia.

El sueño de volver a Guatemala

Vianney vive en Estados Unidos pero su vida no está ahí. “Aquí mi única familia son mis hijas y mi exesposo”, dice aunque no viven cerca de ella. Desde esta ciudad donde no domina el idioma y la discriminación es constante, está pagando un terreno y la construcción de una casa en el oriente de Guatemala a dónde espera volver para celebrarle los quince años a su nieta más pequeña.

En su día a día, se sostiene con lo mínimo. Trabaja, duerme, envía dinero. A veces cocina pupusas; otras solo toma café y mira la pared, como si ahí pudiera aparecer Ashley. Sus noches son de televisión cristiana y oraciones en voz baja. Su fe sigue siendo su sostén más firme.

Su cuerpo también guarda memoria. Aún se defiende, como aprendió desde niña. De pequeña pasó meses amarrada, encerrada, silenciada por el tío que la crió. De joven buscó romper los círculos de violencia que le tocaron: parejas alcohólicas, golpes, amenazas, intentos de asesinato. “Yo quería romper esa cadena”, dice durante la entrevista. Su vida entera ha sido una larga resistencia, una defensa permanente de sí misma y de sus hijos.

Vianey Mejia posa para un retrato en su casa en Charlotte

Uno de ellos, Darwin, le tatuó algo que la acompaña todos los días: a Candy, la protagonista del anime Candy Candy. Una joven que, como muchas mujeres latinoamericanas, ha sufrido maltratos, humillaciones, pérdidas, pero nunca pierde la capacidad de amar. Su historia de resiliencia profunda resonó con Vianney. “Es como yo”, dice. Una niña que vivió demasiado, demasiado pronto, pero que aún así siguió adelante. Aunque trabaja y sobrevive en Estados Unidos, su horizonte sigue siendo Guatemala. Lo dice sin espacio para dudas: su sueño es volver. Dentro de la expectativa del futuro, el horizonte sigue siendo el mismo, que la muerte de su hija no quede en la impunidad.

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